miércoles, 10 de agosto de 2011

PROSA DE SOLEDAD (Y DERROTA)

Acababa de llegar a la casa rural que había contratado por internet. Deshizo la maleta de viaje y se aseó un poco. El viaje no había sido muy largo, pero le invadía una sensación de malestar que atribuyó al sudor propio de todo camino. Abrió el mini bar que tenía en la habitación y se sirvió un whisky con agua, que empezó a beber sentado en la terraza cubierta de la habitación. Siempre le había parecido que echarle agua al whisky era menospreciarlo, pero así lo pasaba mejor. Eran las siete de la tarde y a través de los cristales le llegaban los ecos sordos de cohetes de alguna fiesta que se estaba celebrando en el pueblo cercano. Tanta huída para esto, pensó. Pero, ¿de qué huía?   

Al pensar en ello cayó en la cuenta de que era de la soledad de la que huía. Y que para ello había decidido buscarla conscientemente, como si encontrarse cara a cara con ella le reportara las respuestas que siempre estuvo buscando. Aunque no sabía tampoco para que las quería. Si le servirían de algo. Sus pensamientos le llevaron al  principio de su vida, cuando empezó a tener un cierto conocimiento del entorno en el cual se desarrollaba su inocente infancia. Allí ya tuvo el primer atisbo de su presencia. La pre soledad del niño, a caballo entre finales de los setenta y principios de los ochenta, que muchas veces en su infancia no tuvo claro porque debía jugar constantemente a indios y vaqueros, cuando de vez en cuando, le apetecía parar y contemplar la vida que se desarrollaba a su alrededor. La soledad real cuando, armado de valor, se dispuso a realizar lo que realmente le gustaba y fue declarado “raro a la infancia”. Aunque siempre tuvo claro que esos momentos eran importantes en la vida de un niño. Piensa que, quizás, así no estaríamos todavía pegando tiros. Antes a los indios, ahora a la amistad, a la belleza, a la diferencia, al otro…

La soledad del veinteañero, ahora sí, inmerso en los horteras años ochenta, empeñado en su individualidad frente a la inagotable producción en serie de tribus juveniles que enseguida pasaban de moda. Movidas musicales y estéticas sin mucho valor, el que era y es un amante del rock progresivo y el rock urbano de los setenta. Sociedad de un falso progresismo y de un bienestar que estaba lejos de ser real. Lo sabía, pero en la supuesta movida,  no era moderno ser reflexivo. Cambió el vivir en la calle por la lectura, cambió una vida loca por saborear con lentitud lo bueno que tiene la misma. Impasible ante su alejamiento de la corriente dominante del “buen rollo”, siguió con su estilo de vida. Sabía que había tiempo para todo y no dudó nunca, aunque fue declarado “raro a la juventud”.

La soledad del treintañero de los dispersos años noventa y principios de siglo XXI, ya curtido en mil batallas y que, a pesar de haber vencido en muchas, tiene la extraña sensación de que nunca se verá recompensado. Ya duda de si hay tiempo para todo. Puede que sus méritos sean admirables, pero la sociedad inventa nuevas corrientes que aglutinen a la gente para que una vez en ellas, sean más manejables. Su inveterada oposición a difuminarse en la mediocridad de la masa, hace que nunca pertenezca a ninguna de ellas y por tanto a que no sea manejado. Pero eso trae consigo el mismo peaje de siempre: el alejamiento. Y como siempre la declaración de “raro a la pre madurez”.  Es verdad, muchas veces buscado. No sabe adónde pertenece, pero si sabe adónde no. Quizás por eso, por su forma de celebrar la vida, en la que cada momento puede ser el último, nunca tuvo suerte con sus relaciones. Esa vida sujeta a los tiempos marcados por una sociedad que, precisamente, nos controla a través de ellos y que hace caer en la rutina y la vulgaridad cualquier atisbo de plenitud. Ahora calla. Cree que las palabras están sobrevaloradas.

Ahora se encuentra en la madurez. Busca la soledad física porque es más tolerable que sentirse solo en medio de la multitud. Ya es consciente de que ha perdido la guerra y que por mucho que lo intente, por mucho que se relacione, su soledad interior se ha convertido en su estado natural. Eso y una extraña propensión hacia la desilusión y el desencanto. Se ha convertido en un mero espectador de la alegría de los otros. Participa intentando no molestar y quedándose siempre en la periferia de la celebración. El no tiene nada que celebrar. Después de todo, piensa, a lo mejor no era de la soledad de la que huía, sino de la derrota. De la constatación real de que nunca ganaría y que siempre se movería por pequeños círculos intelectuales que al final, no serían más que grupos colaterales de la verdadera corriente triunfante: el pensamiento único y uniforme que como un traje a medida se pone la sociedad para aparentar ser una sociedad moderna.

 Por tanto, solo le queda esperar a que acabe la película de su vida y que alguien tenga la amabilidad de poner: FIN.

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