jueves, 23 de agosto de 2018

EL AMBULANTE DE RECUERDOS AJENOS

         Hoy he sentido de nuevo en la memoria la armonía ondulante de un sonido, la llamada festiva de unas notas que agitan si querer los ecos vagos del recuerdo de un niño. Veo pasar de nuevo su figura arqueada sobre la rueda de hierro de un sinfín que se niega a morir en el apeadero del desuso. Se ha detenido retando al sol de de media tarde y exige con desgarro su derecho a coexistir en un mundo obsolescente en el que todo nace desechable, usado, letanía rigurosa apenas duradera. Mientras se producen los silencios entre la dulce melodía que interpreta, reclamo cimbreante, hipnótico, vuelven al visor del tiempo pasado escenas de la niñez que, como cortos cinematográficos, revelan historias polvorientas de veranos en donde el tiempo no pasaba, donde las horas tenían más de sesenta minutos, una densidad material y temporal de infinitud. La memoria, así, se convierte sin querer en un cine al aire libre de sesión continua en el que impresionar un celuloide de relatos mudos solamente amenizados por la musiquilla de este afilador vespertino atrapado en el devenir de su oficio.

            Se desgrana la repetitiva letanía musical en intervalos aprendidos del oficio continuo, de días eternos de inquebrantable deambular callejero en busca de la escasa soldada. Por cada pasaje musical repetido se ilumina una neurona allí donde reposan los recuerdos infinitos evocando en cada paso su paisaje relacionado de otro tiempo y que fueron almacenados de esta forma, dual, binaria, sin que uno fuera si no es el otro. Un largo laberinto de servidores cerebrales apagados, ya que la evocación, como plasma amalgamador y constructor de destinos, está en desuso ante la memoria inmediata e inmediatamente archivada y olvidada. Este flautista de Hamelin, fuera de un tiempo ya gastado, es capaz de revivir en los demás esa capa primigenia de sensaciones salvajes, de emociones intensas, porque es de este modo como se recuerdan momentos olvidados en el archivo del tiempo, pero que son nuestros, que son nosotros mismos. Ni siquiera el recuerdo amargo o la tristeza arrinconada son presentados en su original. Una leve sensación de protección, sin duda mecida por la musiquilla de su chiflo, esa flauta de pan hipnótica, recubre de distancia la vívida visión de su transmutación temporal. 

            Prosigue este amolador de recuerdos su errabundo deambular. Ya no pertenece a su antiguo oficio y él no lo sabe. O quizás sí. Ha convertido su aprendizaje gremial por el de zahorí de los recuerdos ajenos. El usurpador de nuestra propia incapacidad para devolver algo de notoriedad a lo que fuimos y por lo que somos hoy. El es ahora el monitor de nuestra memoria, aquel que, con solamente su tonada, es capaz de transportarnos a lugares lejanos o al mismo lugar pero en otro espacio temporal. Guardián de la peligrosa inclinación a ver solamente el futuro como si ese futuro fuera algo que podríamos manejar sin saber quiénes somos, quiénes fuimos y de donde arribamos en nuestra trayectoria. Parecer recordar por nosotros mismos lo que fuimos, charlatán de historias ajenas que a los propios se las cuenta.

            Debe seguir caminando. El sonsonete se va perdiendo en el infinito sonoro que nos rodea. Me deja a solas con los recuerdos provocados y extraídos de las galerías soterradas de nuestro ser más profundo. Y me pregunto: ¿cuándo volverá?, ¿cuándo regresará para hacernos tener presente lo olvidado de antemano? Puede que algún día, cuando el oficio haya desaparecido por completo, cuando este ambulante de recuerdos ajenos nos sea ajeno por completo, ya no nos sea posible recordar. 

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