No sé si será
peligroso para mi integridad mental, usted dirá, pero a veces, ¡no!, siempre,
veo salmones. Aquel niño de la película, algo repelente, por cierto, veía
muertos, a veces. Yo, más prosaico y materialista, veo bancos de peces boquear
el final de sus días nadando en las corrientes unidimensionales urbanas.
Comprenderá que no me refiero a ese pez marino de la familia de los salmónidos
sino a su vertiente humana, el paralelismo conductista sapiens que habita este
centro paliativo que llamamos ciudad. Eso sí, no me confunda, sé de sobra que
la similitud no es exacta en toda su extensión sino que permuta la procreación
de nuevas generaciones en sus extremos opuestos, aunque con el mismo resultado.
Al final, unos y otros terminamos acostados sobre el lecho de arena y piedras
que nos dividirá definitivamente en los elementos fundamentales de la
naturaleza. Aquellos, para ayudar a crear nueva vida con sus nutrientes y éstos…para
acumular muerte. Así de egoísta es la religión.
Nacidos en esos lechos acuosos de
baldosa y adoquín, en sus partes altas, al abrigo de depredadores en sus
pequeñas plazas, en los recovecos de los callejones más apartados pues
solamente los más vanidosos y hedonistas osan originarse en los muestrarios
públicos de las vías principales, pasan la infancia entre cantos y guijarros,
entre las piedras y sillares de una anciana vida. Esa mirada inocente, también
los peces ven, es incapaz de desentrañar, de discernir que el cristalino
elemento que los cobija no es más que la falsa metáfora de un ocaso apenas
descifrado. Que la lluvia, que la calle, es mas turbia de lo que parece a
primera vista y no corre aguas abajo, sino que simula (¡qué tranquilo se vive
aquí!, ¡esto es calidad de vida!), aparenta porvenir, finge futuro, miente
vida. Así como nuestro amigo pisciforme lleva en su adn el viaje que se
desencadenará a continuación, es la ciudad, su adn, quien proscribirá en el
tiempo a sus retoños, los expulsará cuando estos sean capaces de percibir la
miseria de sus costuras. Unos y otros se irán y, algunos, volverán pero,
sinceramente, no con las mismas fuerzas.
Regar vida en los extremos del
paréntesis que es la realidad más inmediata, pertinaz, obstinada. Pasan los
años y aquellos salmones expulsados de la matriz urbana en la que nacieron
vuelven. Vuelven repitiendo los mismo mantras de siempre: ¡qué tranquilo se
vive aquí!, ¡esto es calidad de vida! Pero vuelven resecos. Sus úteros y
gónadas son solamente una metáfora física del antiguo esplendor reproductor del
que hicieron gala. A diferencia del verdadero, que antes de la muerte regala
vidas futuras, un nuevo ciclo vital de crecimiento y desarrollo, aquí solamente
se dona ocaso y muerte. La rebeldía, la vitalidad quedaron atrás, si es que
alguna vez fueron poseedores de ellas, atrapados en el cinismo ancestral del
silencio. Solamente una porción de nacientes se queda atrapada en su tela de
araña de causas y motivos y permanece. ¿Y qué será de esta ciudad cuando la
disminución de ejemplares fértiles residentes sea tan acusada que la vuelta de
su producto sea ínfima? Únicamente queda menguar pausadamente, con dignidad,
asumiendo que otros ríos y corrientes prometen futuro para la vuelta sin que se
interrumpa la eterna creación.
Somos salmones varados al final del recorrido sin futuro
que engendrar. Seguimos la corriente local en cualquier dirección sin llegar a
ninguna meta. Materia prima para carroñeros foráneos que se nutren de fagocitar
futuros ajenos para engordar el suyo. Hospital sin paritorio, geriátrico sin
paliativos. A veces veo salmones, siempre veo salmones. Quizás yo ya lo sea.
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