Querido amigo, es
imposible esconder las ganas que a veces me asaltan de desconectar, de
desconectarme de esta circunstancia tan opresiva, tan demoledora, tan difícil de
escuchar y entender, aunque la intensidad de su eco escale decibelios en
función, es así de triste, de la razón que unos y otros creen poseer. Como si
este estado del alma, perdona si me expreso con una palabra de índole
religiosa, ya sé que ni tú ni yo somos creyentes, necesitara que se le
desconectaran todos los mecanismos que lo mantienen con un halo de consciencia.
Una razón o verdad la mayoría de las veces sicótica, bipolar, en mero trance de
autodestrucción. Y te aseguro que no quiero participar. No participo ni quiero
que me hagan partícipe de su desaforado desequilibrio emocional tan rayano a la
locura.
Es este sincretismo general en
posicionarse en oposición a todo lo contrario lo que me agota. Esa
idiosincrasia tan particularmente nuestra de convertir la convivencia en un
desequilibrado ejercicio de imposición imperativa, en un ejercicio de trazo
divisorio en cuarteles menguantes. Necesitamos altavoces para comunicarnos
cuando, en realidad, estamos a escasos metros unos de otros. Y eso es así, tú
lo sabes, desde que nos levantamos y comenzamos a enfrentarnos a nuestra simple
cotidianeidad. En casa, en el trabajo, en el bar, en cualquier lugar somos
capaces de emborronar cualquier atisbo sonoro legible implementando el ruido
como transmisor de pensamientos. El resultado es una amalgama de frases
inconexas, palabras que viajan en busca de un interlocutor que las ubique,
fonemas no natos que permanecen ahorcados en las cuerdas vocales de su autor. Y
odio este continuo enjambre, este roncón perpetuo e incesante de voces
vociferantes sin mensaje, sin contenido, superflua exposición de una forma de
ser y de estar tan añeja.
Y ese temperamento, esa naturaleza tan
ajena a mí, me aleja cada vez más de esta comunidad de la que ya, creo, no
formo parte. De la que tú, creo, tampoco formas parte. Porque hemos hecho,
mejor dicho, han hecho de aquella condición un distintivo autóctono,
incorporando esa peculiaridad al ser y trasladándola al ejercicio de cualquier
actividad, incluso la pública, con lo que, al final, hemos ido cayendo en la
incomunicación más absoluta, en el posicionamiento más abyecto como es la
creencia de que cada facción, cada individuo, está investido de un aura de
autenticidad que queda muy lejos de la realidad más pragmática. No somos más
que piezas tratando de somatizar un contexto que no entendemos pero que creemos
entender para así, de esta forma, apaciguar, aunque sea por un momento, nuestro
propio destierro.
A veces me pregunto si esta forma de pensar que te
expongo es incompatible con ser muy o mucho. Ya te contesto: totalmente. Te lo
digo, porque ya conocerás que, ahora, para ser reconocible como persona
aceptable socialmente en este país debes cumplir con ese arquetipo. Y a mí, ya
me conoces, me produce cierto repelús, cierta urticaria esos dos vocablos que
denotan exageración, exceso, desproporción, deformidad, y, esto es lo
peligroso, cierto tufo a autobombo interesado. Puede ser que nuestra historia,
jalonada de conquistas, reconquistas, auto-conquistas y des-conquistas nos haya
conferido una peligrosa inclinación a dotar cualquier acto u acción en nuestras
vidas de un matiz exacerbado, con tendencia a la furia y la exasperación. Y ese
es un mundo demasiado sórdido para mí, para mi forma de ver la vida, de
vivirla, e, incluso, de morirla.
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