La individualidad
como respuesta a la constructivista sociedad actual se encuentra en peligro de
extinción. Ese exceso de contigüidad como conducta colectiva relacionista
provoca, bajo su punto de vista, la anulación del principio de unicidad en el
que cada uno de nosotros nos deberíamos reflejar absorbiendo los postulados
generalistas, y mayormente mediocres, de una comunidad basada en la simpleza y
la facilidad de objetivos. Congregaciones postuladas en la incautación de
nuestro espacio vital, en la violación sistemática de nuestra zona de confort,
en el borreguísimo complejo de vecindad.
Exceso de reflexiva seriedad,
piensa, pero no puede por menos que acatarlo. En su mente se activan esas
anuales imágenes repetitivas de los entornos playeros de ciertas costas
hispanas. Esa rendición incondicional del yo ante la masa. Esa subordinación
del deseo personal ante el convencionalismo vacacional. Utilizados como
reclamos publicitarios, cabe preguntarse: ¿efectivamente hay algo de humanidad debajo
de tanta sombrilla colorista o simplemente discurre la tecnicidad dispuesta por
ejecutivos de programación ministerial para ciudadanos de sociedades modernas?
En realidad, es como si el individuo
derrotado, el que ha renunciado totalmente a su especifidad unitaria, por
miedo, por desconfianza en sí mismo, necesitara
de un punto de anclaje, el otro, para anclarse al entorno, para sentirse
seguro, a salvo de ese mismo entorno en el que ansía permanecer. Piensa que,
realmente, no nos diferenciamos mucho de esos bancos de peces que se mueven al
unísono en la inmensidad del mar: iguales, difuminados, diluidos. Todo esto le
lleva a la siguiente pregunta: ¿por qué si existe tanto espacio ante nosotros,
por ejemplo una playa, o varias, en el que seríamos capaces de poseer nuestra
habitabilidad individual asegurada, entendiendo ésta como espacio vital, nos
empeñamos en amontonarnos unos junto a otros dibujando edificios de vecindades
contrapuestas, toalla con toalla, sombrilla con sombrilla, derrota con derrota?
Círculos concéntricos que se solapan
unos con otros hasta emborronar la imagen, que difuminan las líneas personales.
Desde la distancia se ve como si, en la lejanía, existen espacios vacíos, hemos
podido llegar a esta acumulación espacial, a esta vicisitud temporal tan
mediocre de sociedad consumista. Total, está bien participar pero sin
avasallar, sin que te echen el aliento en la nuca, sin que, en definitiva, uno
se sienta, al buscar su toalla, como esa madre o ese padre pingüino recién
llegado a la colonia teniendo que buscar a su retoño entre un océano de
repetitivas imágenes de sí mismos. Puesto que había espacio suficiente, ¿por
qué cojones se tienen que colocar al lado mismo de uno? ¿Qué no entendisteis
del espacio vacío y la ocupación dinámica de las zonas disponibles, panda de
borregos?
Si con esto no tenía bastante, salió de casa a
desarrollar de forma empírica el aserto. Buscó un bar lo bastante vacío como
para sentarse en la barra de forma solitaria, al margen de todo. ¿Cuánto tardaría
el siguiente cliente en entrar, observar la barra, y, teniéndola toda a su
disposición, colocarse a esa distancia en la que a uno le entran ganas de
batearlo hasta la puerta de salida por cretino? Adivinad.
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