Hubo un tiempo en
este país que las estrecheces económicas y la falta de cualquier clase de
libertad: de opinión, social, política, sexual…, nos hicieron mitificar a esa
parte de Europa, la escandinava, que nos visitaba en los cálidos y largos veranos
de la década de los sesenta. El mito de la mujer sueca se introdujo en el ADN
ibérico de forma tan sistemática que ha persistido hasta nuestros días aventado
por el sinfín de películas, pésimas en su mayoría, que se perpetraron con tal inspiración
y que son respuestas una y otra vez en bucle en la televisión del estado, como
si en el “barrio” la gente no tuviera el derecho a ver buenos filmes. Gentes
nórdicas que vinieron a representar todo lo que ansiábamos y que constituían el
revelado luminoso de nuestro negativo sociológico como colectividad.
En esa España dominada por la sociópata
casta franquista, una y trina, y el fanático autoritarismo político-religioso,
Suecia representaba en el imaginario del español medio la democracia y la
libertad de una Europa que había renacido de sus cenizas después de la Segunda
Guerra Mundial. Su desarrollo económico daba como fruto el estado del bienestar
y éste, a su vez, era guiado por una socialdemocracia de rostro humano, gozando
sus habitantes de una situación privilegiada para su desarrollo personal y
humano, arropados por toda una serie de derechos individuales recogidos en sus
normas con carácter de fundamentales. El mismo estado del bienestar que en la
actualidad es mutilado allí donde todavía pervive a duras penas por los cachorros
del capitalismo más salvaje, dignos “hijos de su padres”.
Pero mucho ha llovido desde
entonces. Transcurridos cincuenta años desde aquella preciosa perspectiva, la
situación actual se nos revela más sucia, más tóxica y menos ideal de lo que
parecía entonces. Nos revela Ferrán Barber en el suplemento de Público, Diásporas
Magazine, las agresiones sufridas por los refugiados llegados al país días
atrás a manos de neonazis suecos, incluidos niños, en las que el rasero “intelectual”
de las mismas era el no tener un aspecto facial inequívocamente sueco.
Nosotros, que tanto añoramos ser suecos tiempo atrás, podríamos haber sido,
perfectamente, algunos de los agredidos si hubiéramos pasado por allí, ya que
aunque nuestra estatura media ha crecido, seguimos teniendo el pelo castaño y
la tez morena, vamos, sureña, mediterránea.
En algunas entrevistas a autores
suecos de novela negra como Assa Larsson, Per Wahloö o Stieg Larsson, ya se ha
dejado entrever la turbidez que, como la radiación de fondo, vetea el verdadero
big bang de la sociedad sueca, algo que asemeja a lo acontecido tras el
escándalo del ex secretario general de la O.N.U., Kurt Waldheim, que ocultó su
pasado nazi y que se reveló como algo usual en una sociedad austriaca, moderna
por fuera pero ultraconservadora por dentro. Mundos paralelos llenos de oscuros,
llenos de mentiras y de tensiones que intoxican el devenir que, de puertas para
fuera, se le presenta al mundo como inmaculado. Presos de su propia imagen,
proyectan en los demás esas imperfecciones como expulsándolas a ese mundo
tenebroso, entre tinieblas, en el que habita la humanidad menos favorecida.
Puede ser que de aquí venga la censura y el oscurantismo con el que la prensa
sueca, nos relata Barber, está tratando todos estos temas, intentado que no
llegue a ver la luz la barbarie y la sinrazón de un país y una sociedad tenida
el mundo hasta este momento como modélica.
El epílogo podría ser este absurdo
diplomático sucedido semanas atrás: el gobierno sueco inicia los trámites para
reconocer al pueblo saharaui su derecho a la independencia y a tener país
propio y como tal se hace público. El gobierno de Marruecos deja en suspenso la
licencia de apertura del Ikea que en breves fecha iba a abrir sus puertas en Marrakech.
El gobierno sueco retira su propuesta de reconocimiento al pueblo saharaui.
¡Abre Ikea!
Veredicto: culpable.
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