Si desde el punto de
vista teórico la falta de gobierno en un estado democrático es lo
suficientemente grave para el devenir cotidiano del mismo como para exigir a
los políticos de turno que terminen de una vez por todas con este interregno
temporal que se está volviendo interminable, por otra parte, esta falta gubernamental
provoca en cierto modo una sensación de sosiego, de cierto equilibrio
emocional, que se transmite en el efecto de que mientras estén así de
entretenidos no tendrán tiempo para joder más a este país. Es evidente que este
pensamiento provocará rechazo en una gran mayoría, unos por querer seguir y
otros por querer entrar, pero, insisto, aunque no sea algo que tenga un
carácter, una impronta en mi ideología política, tengo la sensación, cada vez
más acusada, de que, en cierta medida, es mejor que esta clase política que nos
hemos dado esté en el chiquipark, jugando con las bolitas de colores, a que
anden sueltos por ahí fuera.
Como si el monarca se hubiera
convertido en el Jesucristo del sermón de la montaña, “dejad que los niños se
acerquen a mí”, trajina estos días ansiando desentrañar el gran galimatías en
que se ha transformado la tarea de encargar gobierno a alguno de los líderes
salidos de las urnas en las ¿penúltimas? elecciones. En el último salto mortal
del actual presidente en funciones, este declina formar gobierno, aún siendo el
candidato del partido más votado. Esta desidia y falta de sentido político,
remarca aún más el carácter flojo, apático y holgazán de quien ha gobernado en
la última legislatura. La lejanía que ha mostrado con el ciudadano de a pie,
ahogándolo con sus injustas y nefastas decisiones políticas y económicas,
alejadas de la realidad y fundamentadas en formas de hacer política
privilegiando a los mercados, a las clases altas y a los grandes emporios empresariales
y financieros, se redondean ahora con esta huída, con esta cobardía, que
muestra de forma nítida algo que ya sabíamos: que su mesianismo conceptual
solamente tiene el objetivo personal de engordar su curriculum político,
importándole una mierda el efecto negativo que eso pueda conllevar para el país
al hacer que este siga sin referente gubernativo. Su máxima puede ser algo así
como dejar que se pudra todo para, cuando ya no quede nada, alzarme sobre el
estercolero como líder de la nada, estrategia que le ha permitido con éxito
pulular y llegar a dirigir un partido político siendo uno de los personajes más
mediocres que ha dado la política española.
En la otra parte del espectro parece
ser que la izquierda ha conseguido dar a la palabra pacto, al dialogo, a la
dialéctica, un nuevo sinónimo: imposición. Aquello que caracterizaba a los
partidos progresistas como eran las discusiones sobre un asunto o sobre un problema con la
intención de llegar a un acuerdo o de encontrar una solución, se han
trasformado en obligaciones que los demás interlocutores tienen que cumplir,
soportar o aceptar de forma imperativa e innegociable. Esta intransigencia
puede llevarnos a unas nuevas elecciones de las cuales muchos de estos líderes
mesiánicos, pagados de si mismos, pueden salir escaldados, perdiéndose una
nueva oportunidad de formar un gobierno de progreso que desmonte las
barbaridades que la derecha ha perpetrado contra los ciudadanos en los últimos
cuatro años.
Es
necesario que la izquierda se lance sin miedo por el tobogán de la realidad y
salga del cálido cuarto de juegos en que se ha convertido la formación del
nuevo gobierno, aceptando que hay que ceder para que los demás cedan y más en
este momento en el que la ruindad, la maldad y, en cierto modo, la perversidad,
huye cobardemente de sus cometidos a sus cuarteles de invierno esperando que el
cansancio, la debilidad y el desaliento cundan entre los habitantes, pudiendo
así construir de nuevo su ominosa forma de llegar a sus objetivos.
Ahora que el señor Mariano Rajoy se
retira, huye, haciendo honor a su comportamiento natural de esconder la cabeza
cuando soplan malos vientos, cerremos con llave la puerta y finalicemos este
intervalo indecente en el que estamos inmersos.
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