La cualidad de tonto
es circular, curvada, radial. A veces, en una suerte de comportamiento aleatorio
y arbitrario, se convierte en elipsis geométrica, se aleja de su cosmogónica
visión en atormentado movimiento de astronómica traslación, pero sabiendo que,
cual boomerang, regresará con más fuerza si cabe. El tonto posee esta cualidad personal,
aunque además, el tonto rota, ¡sí!, rota sobre si mismo. Atesora un movimiento
de rotación tangencial sobre su eje vertical, el que le horada de arriba abajo,
desde el cerebro que lo conduce mínimamente hasta el esfínter anal, cual pollo
ensartado en el asador, sosteniéndole en pie. Esta condición privativa del
género tonto, le faculta para observar en un ángulo de 360º todo lo que
acontece a su alrededor. Puede triangular desde focalizaciones distintas
cualquier suceso o peripecia, normalmente sin valor alguno, para desarrollar
toda una teoría del comportamiento ajeno que, sin duda, debe enmendar a
cualquier precio, devolver a la ordenanza la contingencia fuera de contexto de
acuerdo con el auténtico manual de autoridad exclusiva con el que se reviste
cual capa de superhéroe.
En cualquier caso, sus acciones,
aunque revestidas de la pompa y del boato de su autoritaria jurisdicción,
carecen, en la mayoría de las ocasiones, de valor añadido, aunque llevan
impuesto (o tasa). No se justifican por su posible condición regeneracionista,
no devuelven al orden dispuesto en normativa el posible caos, sino que son
triviales, baladís y, en cierto modo, frívolas. Algo así como “ya que paso por
aquí”. El tonto no tiene, por regla general, la capacidad de discernimiento
devaluada, restringida, capada, simplemente evalúa con igual regla el mismo
hecho aunque las circunstancias sean contrarias o distintas, e igualmente sean
contrarias o distintas las consecuencias. Esa misma capacidad le permite, sin vergüenza
alguna, obviar lo realmente importante de la tarea y aplicar su cometido allá
donde la misma sea más fácil, hacedera, cómoda, practicable, dejando al libre
albedrío y a la propia dinámica móvil los hechos y lugares conflictivos,
belicosos, beligerantes.
Pero el tonto sí es cobarde. Sabe de
sobra lo que acontece a su alrededor, en las cercanías de su cometido, pero no
se atreve. Reconoce las anomalías, los matices, las singularidades que provocan
la huida de la razón que esgrime en los demás aconteceres. Así, formalmente, sus
resultados quedan contaminados, en entredicho, porque solamente conforman un
porcentaje mínimo sobre las irregularidades detectadas, ejecutando aquellas que
son más plausibles de llevar a efecto sin la carga de molestia consustancial al
hecho. Por tanto, el compromiso queda roto, quebrado, reducido al capricho, las
ganas o la prisa del momento. Su conductismo es falsario, prepotente y
caprichoso y, sin quererlo, porque el tonto ni siquiera entiende, se convierte
en el mamporrero de capciosas manifestaciones. Quiso ser el primero en utilizar
el regalo, pero como sucede con los niños que solamente juegan con el balón en
la acera, no siendo que se les ensucie si llueve y lo llevan a un campo de
futbol, aséptica infancia, esperó su oportunidad, o se la encontró, en ese
momento en el cual nada ni nadie pueden importunar su tamaña hazaña. Se fue
contento pero no aportó nada su acción en un momento y en un lugar que no serán
recordados por lo peligroso de las circunstancias que lo rodeaban.
En cualquier caso, ¿para qué, entonces, sirven los
sicotécnicos?
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