Desaparecer en el
silencio otra vez…una más. Concluidos los efectos de la penúltima dosis de adrenalina,
reculan hacia la resaca consabida y eterna de su deambular ordinario. Un visado
más que se pierde de la cartilla del racionamiento vital con la que recorren,
caminan o, simplemente, pasan sin hacer ruido por el almanaque artificial de su
vida programada, del devenir vulgar y mediocre de una ciudad que se cae a
pedazos, como esos viejos edificios cargados de historia que no reciben ninguna
atención, ningún mimo, ningún respeto. Como aquel que no quiere enterarse de lo
que ocurre a su alrededor y censura todo aquello que le haga llegar hasta su
vida ruin alguna noticia, algún detalle del exterior, creyendo que así nunca le
afectará, que nunca podrán herirle con sus informaciones, continúan los
moradores de la ciudad extinta sus quehaceres, como si su errático rumbo como
grupo les fuera a llevar a alguna parte, a algún destino, a algún futuro creíble
que solamente pudiera ser visualizado en sus pesadillas más íntimas.
Una vez más se vuelven a quedar
solos, que es su misterio. Lo ignoran a sabiendas de que aquellos que
consiguieron por fin el tercer grado de su condena solamente vienen a dormir
junto a nosotros, a su celda, cada quince días. Que aquellos que por fin
consiguieron la libertad de su condena exploran otras ciudades, otros mundos, saboreando
el placer de la creatividad, de la exploración, del progreso, del deseo de
aquellos otros que nunca quisieron esperar a que se lo ofrecieran en vano,
construyéndolo ellos mismos. Días tras día recorren las mismas veredas marcadas
en el terreno a fuerza de repetición como los elefantes peregrinos en busca del
oasis que les de agua y comida. No se permiten ningún desvarío direccional,
ninguna constante de variabilidad, nada que los haga ser dignos de la
espontaneidad, de la sorpresa, del asombro que de un poco de vida a la vida.
Como autómatas, siguen un orden
riguroso, casi maniático, porque lo que realizan unos hace un poco a los otros,
retroalimentándose, volviéndose prisioneros de si mismos y de sus rutinas, de
sus quehaceres cotidianos, en definitiva, de su destino. Salvo espasmos de falsa
realidad, la ciudad extinta vive, o muere, vacía. Sus calles se abandonan, se
renuncia a su misterio, a su llamada. Los habitantes de la ciudad extinta, como
orugas, van poco a poco construyendo sus capullos con el hilo de la apatía,
refugiándose en ellos, escondiéndose, pero teniendo la certeza crepuscular de
que nunca saldrá de ellos alguna mariposa. Se reconcentran alrededor de si
mismos hasta hacerse, no más pequeños, no más reducidos, sino más viejos. Esta
ciudad extinta lleva haciéndose vieja muchos años. Sus habitantes nacen viejos
ya, es su sello. Niños viejos que, salvo huida a tiempo, se convierten en jóvenes
viejos para terminar en viejos al cuadrado. Depositarios del santo grial de la
tradición, han abandonado todo conato de proyecto disfrazados con sus hábitos
tristes de tristes y desvencijados colores, convertidos en agentes de la autoridad
de su propia conducta, de su propio manual de hombres y mujeres tristes, manual
que solamente se guarda en el cajón para celebrar los misteriosos mandatos que
ellos mismos se han autorecetado siguiendo los cánones del libro de familia
cristiano.
Y mientras tanto, la ciudad extinta
observa a sus ciudadanos de forma sorprendente. Los recoge en su seno y los
escruta desde todos los ángulos: contabilizándolos, cada vez son menos,
estudiándolos, cada vez son más miopes, instigándoles, cada vez menos
receptivos. A cambio, los ciudadanos la observan de forma indiferente, a
cuestas con su marginalidad vital, enfundados en su negación constante, reducen
como concepto a la ciudad a la nada. Solamente les cabe esperar otro estertor,
otro atisbo de irrealidad, otra inyección letal de falso pulso arterial.
Volverán por un tiempo quienes se fueron y parecerá que viven en ellos para
morir después. Vivir y morir continuamente a golpe de calendario.
Parece ser como si sus habitantes solamente pudieran habitar
su pasado porque es lo único que tienen.
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