El
otoño en Zamora es corto, demasiado corto. El otoño en esta ciudad de extremos
se presenta en los colores verdes y amarillos de los trajes que visten los
brigadistas, componentes de la fuerza de choque contra la que se topará la
incipiente estación. El otoño se presenta con las formas asesinas de
motosierras y hachas que, como el acelerante en un incendio, reducen el
contenido otoñal a la forma simple de la nada. Aberrante coalición que ejecuta
de forma grosera y artificial, en días o, apenas, semanas, lo que la naturaleza
ejecuta cual danza multicolor en toda su dimensión trimestral, acomodándonos
así, de forma suave y dócil al crudo
invierno venidero como el alpinista se aclimata poco a poco a la dura ascensión
que posteriormente realizará. En esta ciudad, en Zamora, no.
Las
hojas, cansadas y avejentadas del fulgor primaveral y veraniego, van cambiando
su estado, su color, ofreciéndonos su último regalo en forma de paleta
pictórica cargada de ocres, de tierras, de naranjas, de amarillos, en una
postrera naturaleza que devendrá, en muy poco tiempo, en muerta. Pero a los
moradores de esta ciudad al oeste del oeste se nos niega el placer de la
melancolía, de la espiritualidad del paseo evocador, del recuerdo alegre o
amargo del pasado más reciente o lejano, esa añoranza por la levedad crítica
del verano, o simplemente por la nostalgia desatada por ese raro clima que se
crea y evapora al andar sin destino entre la lluvia de hojas soliviantadas por
la leve brisa que las incomoda en su último suspiro, removiendo a nuestro paso
su estancia terrenal con el sosiego y el reposo de la delicada tranquilidad.
Sin
embargo, aquí el otoño está condenado de antemano. Como si su nacimiento
estuviera marcado por la desgracia, como si cada año un decreto superior de los
hombres pusiera en evidencia su infortunio, es arrasado por la maquinaria infernal
del progreso. Ya avanza la atalaya con su infernal ejército desmochando la vida
que se niega a perecer. Sin solución, va desvistiendo de su natural ropaje a
los que hace escaso tiempo portaban orgullosos su verdosa frondosidad en sus
múltiples formatos, dejándolos desvalidos, a la intemperie, exponiendo su
esquelética y triste figura a los ojos escrutadores de todos nosotros. Su
anoréxica figura nos recuerda nuestro propio desamparo ante la barbaridad
artificial de un progreso desbocado que anula toda conciencia natural, que
anula toda la belleza que protesta ante el inmenso error que supone ignorar
nuestro propio origen.
Poco
a poco, la ciudad va quedando despejada de vida, aunque sea una vida otoñal y
caduca, como las hojas mortecinas que caen irremisiblemente contra el asfalto
avasallador, caja mortuoria que certifica la muerte vital. La ciudad muestra el
agrio cemento, el hormigón lacerante que, con su color gris, parece querer
decir que no tenemos escapatoria, que ya estamos absorbidos por una forma de
vivir de espaldas a la naturaleza y su contemplación. Ahora ya el viento puede
ir y venir a su antojo entre las calles desnudas, vacías, solamente ocupadas
por figuras que van y vienen sin reparar en el camino, en el viaje, sin dedicar
un minuto a contemplar su circunstancia ante tanto vacío. ¿Por qué negarnos la
fantasía de imaginar las hojas cayendo como copos de nieve de colores? Aquí, en
esta ciudad donde el mismo apestoso invierno nos niega, siquiera, la
posibilidad de gozar del espectáculo níveo. Y jugar, sí, como si nos lanzáramos
bolas de nieve aventando las hojas amontonadas por el viento en los distintos
rincones. ¿Por qué no? ¿Acaso la adustez y la aspereza, tan propias de esta
tierra, nos han robado las ganas de ser niños, de disfrutar de la normalidad?
Pero
sigue avanzando el brazo ejecutor del otoño por el callejero. Una vez
finalizada su tarea la ciudad estará preparada para su servil destino. Sin
ninguna protección, nada impedirá que sobre nosotros se instale de nuevo el
hongo nuclear de la niebla. Esa cúpula que nos aísla del mundo, que nos vuelve
invisibles ante el resto de la humanidad, que, a pesar de que nosotros pensemos
que nos protege, simplemente nos anula, nos difumina como territorio. En Zamora
se dice que el invierno dura ocho meses, pero no es verdad, simplemente nos
negamos a vivir una estación, el otoño, borrando sus señales, como si ellas nos
recordaran algo que no debemos recordar. Las pocas hojas que consiguen llegar
al suelo son barridas con prontitud acelerada, como si la brigada estuviera
siempre vigilante. ¿Por qué pretender que en otoño los jardines luzcan la
pulcritud aséptica, esterilizada, más propios de esas urbanizaciones burguesas
de extrarradio, “de las casitas del
barrio alto, todas hechas con recipol”?
El otoño en Zamora es
corto, demasiado corto. Aquí no caen las hojas, sino que suicidan las ramas
mismas.
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