lunes, 12 de octubre de 2015

EL OTOÑO ROBADO

El otoño en Zamora es corto, demasiado corto. El otoño en esta ciudad de extremos se presenta en los colores verdes y amarillos de los trajes que visten los brigadistas, componentes de la fuerza de choque contra la que se topará la incipiente estación. El otoño se presenta con las formas asesinas de motosierras y hachas que, como el acelerante en un incendio, reducen el contenido otoñal a la forma simple de la nada. Aberrante coalición que ejecuta de forma grosera y artificial, en días o, apenas, semanas, lo que la naturaleza ejecuta cual danza multicolor en toda su dimensión trimestral, acomodándonos así, de forma suave y dócil  al crudo invierno venidero como el alpinista se aclimata poco a poco a la dura ascensión que posteriormente realizará. En esta ciudad, en Zamora, no.

Las hojas, cansadas y avejentadas del fulgor primaveral y veraniego, van cambiando su estado, su color, ofreciéndonos su último regalo en forma de paleta pictórica cargada de ocres, de tierras, de naranjas, de amarillos, en una postrera naturaleza que devendrá, en muy poco tiempo, en muerta. Pero a los moradores de esta ciudad al oeste del oeste se nos niega el placer de la melancolía, de la espiritualidad del paseo evocador, del recuerdo alegre o amargo del pasado más reciente o lejano, esa añoranza por la levedad crítica del verano, o simplemente por la nostalgia desatada por ese raro clima que se crea y evapora al andar sin destino entre la lluvia de hojas soliviantadas por la leve brisa que las incomoda en su último suspiro, removiendo a nuestro paso su estancia terrenal con el sosiego y el reposo  de la delicada tranquilidad.

Sin embargo, aquí el otoño está condenado de antemano. Como si su nacimiento estuviera marcado por la desgracia, como si cada año un decreto superior de los hombres pusiera en evidencia su infortunio, es arrasado por la maquinaria infernal del progreso. Ya avanza la atalaya con su infernal ejército desmochando la vida que se niega a perecer. Sin solución, va desvistiendo de su natural ropaje a los que hace escaso tiempo portaban orgullosos su verdosa frondosidad en sus múltiples formatos, dejándolos desvalidos, a la intemperie, exponiendo su esquelética y triste figura a los ojos escrutadores de todos nosotros. Su anoréxica figura nos recuerda nuestro propio desamparo ante la barbaridad artificial de un progreso desbocado que anula toda conciencia natural, que anula toda la belleza que protesta ante el inmenso error que supone ignorar nuestro propio origen.

Poco a poco, la ciudad va quedando despejada de vida, aunque sea una vida otoñal y caduca, como las hojas mortecinas que caen irremisiblemente contra el asfalto avasallador, caja mortuoria que certifica la muerte vital. La ciudad muestra el agrio cemento, el hormigón lacerante que, con su color gris, parece querer decir que no tenemos escapatoria, que ya estamos absorbidos por una forma de vivir de espaldas a la naturaleza y su contemplación. Ahora ya el viento puede ir y venir a su antojo entre las calles desnudas, vacías, solamente ocupadas por figuras que van y vienen sin reparar en el camino, en el viaje, sin dedicar un minuto a contemplar su circunstancia ante tanto vacío. ¿Por qué negarnos la fantasía de imaginar las hojas cayendo como copos de nieve de colores? Aquí, en esta ciudad donde el mismo apestoso invierno nos niega, siquiera, la posibilidad de gozar del espectáculo níveo. Y jugar, sí, como si nos lanzáramos bolas de nieve aventando las hojas amontonadas por el viento en los distintos rincones. ¿Por qué no? ¿Acaso la adustez y la aspereza, tan propias de esta tierra, nos han robado las ganas de ser niños, de disfrutar de la normalidad?

Pero sigue avanzando el brazo ejecutor del otoño por el callejero. Una vez finalizada su tarea la ciudad estará preparada para su servil destino. Sin ninguna protección, nada impedirá que sobre nosotros se instale de nuevo el hongo nuclear de la niebla. Esa cúpula que nos aísla del mundo, que nos vuelve invisibles ante el resto de la humanidad, que, a pesar de que nosotros pensemos que nos protege, simplemente nos anula, nos difumina como territorio. En Zamora se dice que el invierno dura ocho meses, pero no es verdad, simplemente nos negamos a vivir una estación, el otoño, borrando sus señales, como si ellas nos recordaran algo que no debemos recordar. Las pocas hojas que consiguen llegar al suelo son barridas con prontitud acelerada, como si la brigada estuviera siempre vigilante. ¿Por qué pretender que en otoño los jardines luzcan la pulcritud aséptica, esterilizada, más propios de esas urbanizaciones burguesas de extrarradio, “de las casitas del barrio alto, todas hechas con recipol”?

           El otoño en Zamora es corto, demasiado corto. Aquí no caen las hojas, sino que suicidan las ramas mismas.

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