Demasiado tiempo. O
quizás ningún tiempo. Todo se vuelve relativo cuando la decisión de hacer choca
con una cierta pereza, desánimo o duda, provenientes de la confusión, de la
ingente proyección de imágenes y noticias que bombardean y destruyen la
intención de reflexionarlas, y más ahora que ya no se puede uno refugiar
siquiera en la intimidad del relato, germinada de soledad e imaginación,
conceptos yermos, arrasados por la incapacidad insaciable de una voluntad
quebrada, semejante y como tal, una mal estudiante que es incapaz de adaptarla
a la finalidad intentada.
Porque si ya está dicho para que
incidir en ello. El pozo seco que ya no aporta nada, si es que alguna vez
aportó algo, a lo ya proyectado. O el miedo a repetir, repetirse, a ser un mero
transmisor de algo ya conocido, diseccionado, analizado e, incluso, intervenido
estéticamente y convertido en algo que ya no es. Tiroteo de mensajes que hacen
que la mera ponderación de uno de ellos quede desfasada en el poco o mucho
tiempo que se necesita para su autopsia, para su análisis, para aportar lo
mucho o poco de una visión individual o particular, desposeyéndola de la
generalidad injusta. Dejar de condescender cuando una simple mirada te expulsa,
te muestra que toda ilusión por los cambios es falsa.
Las palabras glaseadas, las rimas
escarchadas, los significados febriles de oropel, ponen de manifiesto la
verdadera naturaleza de la madurez impostada, del compromiso falso, bisutería
veteada de fraudulenta responsabilidad. Nacional, internacional, local,
opinión, deportes… ¡qué más da! No deja de ser un puzle al que le faltan
demasiadas piezas y cualquier conato de inicio está de antemano condenado al
fracaso. Entonces, ¿de qué hablar? ¿En el fondo tienen algo de importancia ante
la cercanía personal de los sucesos que desgarran? Dejar de ser un
reflexionador de historias y convertirse en un francotirador de sumarios puede
ser una salida, indigna, pero con la posibilidad de no fracasar, de no cejar de
caminar y continuar el empeño, aún cuando la causa vaya quedando cada vez más
lejos.
A veces hay que aceptar que hay que
orillarse al carril derecho de la autopista para dejar paso y no convertirse en
aquél que por orgullo, por no aceptar la decadencia, sigue en el carril de
velocidad aún cuando el vehículo que lo transporta ya no pertenece a este
tiempo. Solamente una carcasa de aquel modelo que hace años fue puntero pero
cuyo motor, desfasado, no aguanta el ritmo del tiempo nuevo. O, decididamente,
tunear el motor de la intención y, aún cuando se viaje a la misma velocidad,
ser capaces de acelerar en el momento que se requiera dicha condición y ronronear
el resto del camino descubriendo el paisaje que nunca antes tuvimos la
posibilidad de contemplar al fijarnos solamente en el horizonte más próximo.
Sí, creo que modificar puede ser algo más que una intención. No importa ya cuantos
viajeros suban en cada recorrido o cuántos de ellos elijan otro medio de
transporte. Un simple botón puede llevarles con la rapidez que ellos demanden a
través de infinitas carreteras virtuales, aunque la mayoría a ninguna parte.
Viajes sesgados, murmullos de vecindad que se propagan con la celeridad con la
que se propaga el veneno de la serpiente amortajando a su víctima.
Hoy es martes y cuando deje de escribir, leeré. Orillado
por fin, observaré plácidamente como el vértigo me sobrepasa y me precede,
porque ya no importa la premura por contar(te).
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