Vamos caminando y las
plataformas de nuestra redención se dibujan, apenas con la luz, sobre el
horizonte. Levantadas sobre la tierra yerma de no hace muchos años, observando
el discurrir continuo y lineal de todo futuro atemporal, imperturbables,
asemejan vigías, anclajes donde reposar la incertidumbre. Estructuras de acero
y hormigón que no sucumben sino que, ancladas firmemente a la tierra, cobijan y
alientan las miradas de desafío ante el absurdo. Gigantes de sí mismos,
desvencijados otras veces, bajo sus entrañas se movilizan los engranajes
chirriantes que extraen de nuevo el aliento perdido.
Cables de acero que recorren el
sendero vertical de ida y vuelta, distribuyen pasillos que se alejan sin final.
Mamparos y testeros separan vidas paralelas, mientras sobre raíles de acero
peregrinan en turnos circulares divisiones de patricios que contienen el
derrabe escondido y acechante. Engullidos por una oscuridad de luz artificial y
fría, somos tejidos por madejas cobrizas que custodian el resultado, una
urdimbre de señales que se entrecruzan y balizan el angosto sendero hacia la
salida. Laberinto de galerías veteadas con la mena mineral perseguida y
preciada, separada, ahora sí, del escombro al final de la jornada.
Ya
alumbran a lo lejos las luces de piquetes esmeraldas, ya clavan su determinada
mirada en el objetivo y barrenan las paredes y tejidos minerales mientras
parpadean sin descanso infinitos faros y llamadas, sonidos vigilantes, agentes
de seguridad allí donde no llega las alarmas más profundas. Un universo de
metal quejumbroso que, sin embargo, disimula su estrepitosa silueta con la textura
de las vidas que lo habitan. Un laberíntico complejo en donde no siempre están
abiertas las puertas, en donde no siempre es posible culminar el recorrido
hasta la finalidad opuesta al desafío interior con el que lo comenzamos. Únicamente
los guardianes del tiempo son capaces de no perderse en aquel organismo metálico,
vivo por las vidas que cobija en las galerías horadadas a base de respuestas.
Por
oleadas sucesivas, como mareas rítmicas en su intervalo, van entrando y saliendo
los continuos turnos intercalados, mezclados sin orden, sin distinción de
intereses. Allí nos incluimos como suma de intenciones que no producen rechazo,
trasplante de aliento y de ánimo particular que añadir a la cuenta general. Con
esfuerzo, la última hornada se adivina en la bocana de la entrada de esa
montaña artificial. Oscuro horizonte por donde, ahora sí, van volviendo
aquellos que fueron tejidos hace tiempo con el catéter del dolor. Parece que,
por fin, arrancaron a la veta su codiciado tesoro y no se extraviaron por su
laberíntico interior. Sendero labrado con las pisadas de tantos que impidieron
que la puerta de salida quedara olvidada al hacer suya la permanencia.
Nos vamos alejando sacudiéndonos
los últimos restos de la tela de araña que nos envolvió. Nos vamos limpiando el
tizne negro del polvo levantado al picar la pared que nos impedía el paso. Ya
el continuo ulular no es el nuestro y, por fin, recibiremos la paga sublime de
la jornada del sol.
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