En el fregadero, los
platos sucios que certifican la desgana. En el estómago, los nervios aferrados
a sus paredes con las garras de la incertidumbre que no cesa. En el exterior,
la luz se va de repente y la lluvia descarga con fuerza en una tarde cualquiera
abandonada al desaire de una semana que comienza con la tristeza fermentada de
horas clandestinas.
Y solamente escribir con la fuerza
del delirio. Espantar con la locura del olvido las lágrimas que amenazan.
Alejar los vapores del hastío repetido, circular y aceptar que la corriente
gana con la fuerza de un río recrecido. Y dejarse llevar. Y no volver a
intentar nadar en su contra, ni tan siquiera llegar a sus orillas, tan lejanas
como las fronteras de la cordura de rutina cotidiana.
Pero, ¿acaso no es esta locura que
te rehabilita la misma que te enferma y te desangra en las horas de inconsciente
colectivo? ¿No es ese mismo delirio el razonamiento último de tu desconcierto?
Insumiso
con el tiempo que te acecha y te recuerda, aplicas con esperanza la misma cura
que te provoca en horas de martirio sucesivo estas súplicas y letanías de
arrepentimiento defendido. Diluir esta ansiedad con el vaso de un veneno que te
aplaca la tristeza al tiempo que te mata con la rapidez con la que se traspasa
la frontera y se recorre el vernáculo trecho hacia el fondo de cualquier otro
abismo por herido.
Ya
la catarsis del tiempo lo atempera. Se suaviza la angustia de este cuerpo
malherido y el trecho recorrido limpia con el viento que buitrea los recuerdos
que no añora. Otra vez maltrecho se va recuperando el equilibrio fugaz en la
cuerda floja de un hilo que amenaza con romperse momentos antes de la hora que
le toca.
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