Nacemos solos y
morimos solos, pero nuestro mayor deseo es pasar la vida en compañía. Nos
empeñamos en rellenar todo el vacío existencial existente entre estos dos
acontecimientos, uno fortuito, el otro cierto, y acabamos asistiendo como meros
invitados al baile sin fin, “Chic to Chic”, de nuestra peripecia vital.
Vestidos con sobrero de copa y chaqué, enlazamos paso tras paso, danza tras
danza, mientras caen papelinas de colores y confetis sobre nuestras cabezas y
sobre el fondo del espectáculo, “¡pasen y vean!”, se van sucediendo los
decorados de brillantes colores de purpurina barata, lujo de bisutería comprado
en el todo a cien de la esquina, transformando con una pirueta de ilusión y
fantasía a la soledad, y su búsqueda constante de indulto.
Pero, ¿se puede llenar todo el
tiempo físico con la compañía física de los otros? Esa es la triste ilusión que
nos atenaza, que nos obliga, que nos aterra. Dibujamos reuniones y confluencias
con la falsa escusa de la celebración y no nos damos cuenta que, una vez transitada,
volvemos a estar solos con nuestro yo. Reímos con júbilo y emitimos señales de
sociabilidad de manual cuando solamente somos nuestra realidad más inmediata.
Nos olvidamos que, en ausencia de esa compañía tantas veces solicitada para
quebrar el fin de nuestro desahucio, es el recuerdo quién más nos acompaña.
Aquel que nunca nos abandonará y nos dejará desnudos en la penumbra, allí
cuando el sol de las presencias haya desaparecido. Porque es el resultado de
nuestra esperanza y nos mantendrá despiertos para que por fin podamos conjugar
ambas realidades.
Por eso huyo del hastío y del dolor
que me atenaza abrazando con fuerza tu cintura sobrevenida, emergiendo desde la
sorpresa y el atrevimiento, contraposición eterna de lo no previsto por el guión
fúnebre del ocaso. Arrojo con desdén el pesimismo y me sumerjo en el vaivén de tus
sábanas que dan forma a mi deseo con la intensidad con la que solamente los
niños saben exigir la caricia. Ahora ya no puedo desprenderme de tu olor y tu
mirada. Convertido en un yonqui, que necesita su ración diaria de olvido y
extrañamiento, camino con la cadencia de un zombi esperando que tu compañía
vuelva a llover como llovían en la abundancia los confetis de los bautizos de
otro tiempo más lejano. Hoy, primer día del otoño, el tiempo pase con prisa,
mientras que recordando apenas la melodía de “Ain´t No Sunshine”, se aceleran
los fotogramas de mi vida y veo el futuro con la ansiedad y la incertidumbre de
lo ignoto haciéndose presente aquello que, por ser futuro anticipado, me acerca
al deseo febril de mi presente.
Querría estar de nuevo, ¿alguna vez
lo estuve?, en el café del sur rodeado de tarantelas y napolitanas. Verme
reflejado en las luces caleidoscópicas de mil bombillas de colores mientras las
olas descansan de su largo viaje en la orilla. Aspirar el olor salobre del mar
y dejarme seducir por su mirada. Alejar de nosotros la voracidad vertiginosa
del amor esclavo de la sociedad de consumo que lo amamanta. Amarnos lentamente
colocando sobre nuestros cuerpos desnudos las notas justas y los silencios
quedos. Poder mirarte durante horas sin la obligación de cuantificar la
intensidad de mi mirada, sin tener que dar detalle de nuestro lecho a esta
sociedad fiscalizadora de los amores puros. Amarnos con la rotundidad devenida
por el hecho de crear, como se crea la obra verdadera, la que exige en
contrapartida crearnos a nosotros mismos. Crecer al mismo tiempo que se ama.
Interpretar el tiempo en un dos por cuatro de nocturno
después de la caricia con tu nombre y edificar un oasis de tiempo donde el
ritmo de la vida sea solamente el nuestro.
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