A veces acordamos un
pacto de no agresión con el silencio. Las palabras quedan varadas en nuestro
interior como barcos cansados de luchar contra las olas, de soportar el vaivén
continuo y rutinario de cada viaje. Y no se trata de que no se tenga nada que decir,
al contrario, sino que ese silencio, esa ausencia de palabras es una
interrogación que inquiere a gritos porque no existe respuesta. Así el silencio
adquiere su más pleno significado, no solamente el habitual de la
incomunicación al que nos hemos acostumbrado, sino el silencio como forma
primordial del lenguaje, simbólico quizás, pero con mayor contenido que la
mayoría de las frases vacías que se esputan sin el menor rubor. Es cierto que
la falta de respuesta puede ser otro silencio interrogador, perturbador, de
desaliento, sin embargo en ese caso nos queda la mirada, los ojos que hablan, aunque
entonces se precisa la presencia, quedando así cerrado el círculo del amor, la
atracción de los sucesivos lenguajes, incluso el gestual, hasta que el
enamoramiento es posible.
Y frente a esos silencios, a veces
incómodos, tener la valentía de aceptarlos como parte del diálogo, alejando la
tentación comprensible de rellenarlos con vacuidades, significados vacios de
cuanto está todo dicho. A veces nos empeñamos en explicaciones absurdas que,
aparte de no añadir nada a lo sugerido, emborronan y sumergen en el fango
cuanto de verdad hay en el silencio proscrito. Y nos introducimos en la espiral
vergonzosa del monólogo continuo, aquel que solamente tiene una explicación:
alargar la presencia, la triste comunicación unidireccional, el fingido
encuentro. Conversaciones interminables de nosotros mismos con las que creemos
establecer la sintonía buscada con el otro, aunque en la mayoría de las
ocasiones no sea más que autoexplicaciones, autoconvencimientos del fracaso.
No obstante, ¿y si el silencio del
otro no fuera, acaso, la respuesta vigorosa a nuestra demanda? Aquella que
promueve nuestra actitud, que nos pide que sigamos intentándolo. Pero solamente
somos dueños de nuestros silencios, de su significado y su resultado, o de lo
que queremos o deseamos que signifiquen. Por eso es difícil desentrañar el
silencio del otro, porque podemos caer en el abismo de interpretarlo con
nuestros deseos y sufrir finalmente el terror de lo contrario. Entonces, no
queda más que esperar la respuesta codiciada y vivir en la incertidumbre por el
resultado. Así podemos llegar a vivir tanto tiempo en soledad. Creer que nos lo
merecemos por ello, aunque no sea más que un producto, cruel y bárbaro, de esa
misma soledad de la espera.
O, por otro lado, dejar pasar el tiempo y ver aquel
silencio imperativo diluirse con el disolvente de la materialidad cotidiana. Caminar
las calles nuevamente y ocupar el espacio visual, absorber la compañía y crecer
acumulando la presencia y la mirada cómplice. Ya no hacen falta gritos de
llamada que se pierden en el universo sonoro que nos circunda pleno de ruido,
como fuego entrecruzado disparado por innumerables bocas que nos alejan, o
manos al viento en señal de la presencia buscada y lograda, sino solamente el
encuentro del viaje terminado por fin. Escalar por los estrechos senderos que
llevan a las cumbres y atravesarlas hasta llegar a los pozos de nieve,
conservadores de la belleza indómita e inalcanzable, donde nos sentiremos
protegidos y abrazados. Porque cuando se quiere ir al fin del mundo, solamente
cabe una dirección: hacia adelante, hacia la puerta… de salida.
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