lunes, 9 de septiembre de 2013

RESCATAME DEL SILENCIO


            A veces acordamos un pacto de no agresión con el silencio. Las palabras quedan varadas en nuestro interior como barcos cansados de luchar contra las olas, de soportar el vaivén continuo y rutinario de cada viaje. Y no se trata de que no se tenga nada que decir, al contrario, sino que ese silencio, esa ausencia de palabras es una interrogación que inquiere a gritos porque no existe respuesta. Así el silencio adquiere su más pleno significado, no solamente el habitual de la incomunicación al que nos hemos acostumbrado, sino el silencio como forma primordial del lenguaje, simbólico quizás, pero con mayor contenido que la mayoría de las frases vacías que se esputan sin el menor rubor. Es cierto que la falta de respuesta puede ser otro silencio interrogador, perturbador, de desaliento, sin embargo en ese caso nos queda la mirada, los ojos que hablan, aunque entonces se precisa la presencia, quedando así cerrado el círculo del amor, la atracción de los sucesivos lenguajes, incluso el gestual, hasta que el enamoramiento es posible.
            Y frente a esos silencios, a veces incómodos, tener la valentía de aceptarlos como parte del diálogo, alejando la tentación comprensible de rellenarlos con vacuidades, significados vacios de cuanto está todo dicho. A veces nos empeñamos en explicaciones absurdas que, aparte de no añadir nada a lo sugerido, emborronan y sumergen en el fango cuanto de verdad hay en el silencio proscrito. Y nos introducimos en la espiral vergonzosa del monólogo continuo, aquel que solamente tiene una explicación: alargar la presencia, la triste comunicación unidireccional, el fingido encuentro. Conversaciones interminables de nosotros mismos con las que creemos establecer la sintonía buscada con el otro, aunque en la mayoría de las ocasiones no sea más que autoexplicaciones, autoconvencimientos del fracaso.
            No obstante, ¿y si el silencio del otro no fuera, acaso, la respuesta vigorosa a nuestra demanda? Aquella que promueve nuestra actitud, que nos pide que sigamos intentándolo. Pero solamente somos dueños de nuestros silencios, de su significado y su resultado, o de lo que queremos o deseamos que signifiquen. Por eso es difícil desentrañar el silencio del otro, porque podemos caer en el abismo de interpretarlo con nuestros deseos y sufrir finalmente el terror de lo contrario. Entonces, no queda más que esperar la respuesta codiciada y vivir en la incertidumbre por el resultado. Así podemos llegar a vivir tanto tiempo en soledad. Creer que nos lo merecemos por ello, aunque no sea más que un producto, cruel y bárbaro, de esa misma soledad de la espera.
            O, por otro lado, dejar pasar el tiempo y ver aquel silencio imperativo diluirse con el disolvente de la materialidad cotidiana. Caminar las calles nuevamente y ocupar el espacio visual, absorber la compañía y crecer acumulando la presencia y la mirada cómplice. Ya no hacen falta gritos de llamada que se pierden en el universo sonoro que nos circunda pleno de ruido, como fuego entrecruzado disparado por innumerables bocas que nos alejan, o manos al viento en señal de la presencia buscada y lograda, sino solamente el encuentro del viaje terminado por fin. Escalar por los estrechos senderos que llevan a las cumbres y atravesarlas hasta llegar a los pozos de nieve, conservadores de la belleza indómita e inalcanzable, donde nos sentiremos protegidos y abrazados. Porque cuando se quiere ir al fin del mundo, solamente cabe una dirección: hacia adelante, hacia la puerta… de salida.

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