Las olas chocan
contra las rocas con virulencia atraídas por el mismo viento que muy de mañana
empujó con fuerza hacía la costa a las nubes nacidas de lo más profundo del
océano volviendo gris el cielo, como si hubiera decidido mostrarnos apenas un
avance del otoño cercano. Por un momento, la espuma blanca formada de la
destrucción del agua infinita forma un fondo blanco sobre el que, de improviso,
te recortas, dándome la posibilidad de volver a encontrarte. Caminas despacio
por la playa, con aire despistado y con tu mochila a la espalda, ajena a todo,
a todos y a mí, y la arena que levantan tus pies descalzos al jugar con ella es
transportada hasta donde me encuentro, observándote, por ese mismo viento que
azota nuestros cuerpos en un imposible movimiento “dunar” que amenaza con
sepultarme y volverme otra vez invisible…
Quizás las relaciones sean
precisamente eso: solamente somos dunas que las emociones, las alegrías y las
tristezas van moldeando y que, como el viento que sopla sobre las verdaderas,
las físicas, las terrenales, nos hace desplazarnos en cientos de direcciones
caprichosas separándonos y uniéndonos en función de su arbitrio hasta quedar
fosilizados cuando ya su fuerza motriz no nos alcanza. Entonces, si carecemos
de algún control sobre tanta variable, porque no actuar con claridad, quitarnos
la camisa de fuerza con la que la sociedad nos viste el cerebro al nacer y
decir lo que se siente antes de que el viento nos traslade grano a grano hacia
cualquier parte, a veces, no deseada…
En ese caso, ya no cabría el
arrepentimiento, ese estado del ánimo que nos obliga por la fuerza a
reintegrarnos al camino trazado por la realidad gris y cerrada creada por los
legionarios de la tristeza. Nos desatamos y decimos, nos desinhibimos y
actuamos y, sin embargo, aún sabiendo que eso es lo que queremos con todas
nuestras fuerzas, aún cuando hayamos necesitado un empujón para mostrar que lo deseamos,
la maldita conciencia adquirida a la fuerza a través de versículos inyectables de
palabras rimbombantes, nos hunde en la desazón de no saber si nuestra alegría
va a ser comprendida. Así vamos desechando al día siguiente todo cuanto de
alegre tuvo el ayer pasándonos las horas en golpes de pecho al grito de “yo
pecador”. Pero… ¿y si no hay arrepentimiento?
Conservar todo lo que de valentía
tuvieron los acontecimientos. Tomar las riendas por una vez siquiera y ser los
dueños de nuestro propio destino. Elegir la dirección a nuestro antojo sin
esperar a que el viento, por alguna casualidad, nos lleve hacia el lugar
elegido. Así, desterrando el arrepentimiento vacuo, mantener la posición y, si
es posible, reforzarla, transportando con nuestras propias manos, grano a
grano, la arena que nos forma. Ya que no somos niños, destilemos del elixir de
la verdad en libaciones de celebración en las cuales la verdad y la sinceridad
sean las virtudes preponderantes, mantengamos la posición aún cuando ésta nos
lleve al fracaso, porque serán nuestro fracaso, producto de nuestra voluntad de
querer y creer, en definitiva de ser libres para enamorarse y amar.
Jugárselo todo en una acción.
Superar la dicotomía entre el hombre y sus ataduras y la pasión rejuvenecedora.
No dejar que se instale en nosotros la duda, ya que entonces habremos perdido
el arrojo propio del amor, haciéndonos vivir a partir de entonces en la
quietud, en la triste inactividad de los vencidos, de los que han dado la
batalla por perdida. Levantarse por la mañana y persistir en lo dicho, porque
lo dicho, dicho está, pero se puede decir más, todo lo que quedó sin decir
antes de la celebración de Baco, la que motivó todo este comienzo.
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