lunes, 2 de septiembre de 2013

TE LLAMARÉ A GRITOS


              Las olas chocan contra las rocas con virulencia atraídas por el mismo viento que muy de mañana empujó con fuerza hacía la costa a las nubes nacidas de lo más profundo del océano volviendo gris el cielo, como si hubiera decidido mostrarnos apenas un avance del otoño cercano. Por un momento, la espuma blanca formada de la destrucción del agua infinita forma un fondo blanco sobre el que, de improviso, te recortas, dándome la posibilidad de volver a encontrarte. Caminas despacio por la playa, con aire despistado y con tu mochila a la espalda, ajena a todo, a todos y a mí, y la arena que levantan tus pies descalzos al jugar con ella es transportada hasta donde me encuentro, observándote, por ese mismo viento que azota nuestros cuerpos en un imposible movimiento “dunar” que amenaza con sepultarme y volverme otra vez invisible…
            Quizás las relaciones sean precisamente eso: solamente somos dunas que las emociones, las alegrías y las tristezas van moldeando y que, como el viento que sopla sobre las verdaderas, las físicas, las terrenales, nos hace desplazarnos en cientos de direcciones caprichosas separándonos y uniéndonos en función de su arbitrio hasta quedar fosilizados cuando ya su fuerza motriz no nos alcanza. Entonces, si carecemos de algún control sobre tanta variable, porque no actuar con claridad, quitarnos la camisa de fuerza con la que la sociedad nos viste el cerebro al nacer y decir lo que se siente antes de que el viento nos traslade grano a grano hacia cualquier parte, a veces, no deseada…
            En ese caso, ya no cabría el arrepentimiento, ese estado del ánimo que nos obliga por la fuerza a reintegrarnos al camino trazado por la realidad gris y cerrada creada por los legionarios de la tristeza. Nos desatamos y decimos, nos desinhibimos y actuamos y, sin embargo, aún sabiendo que eso es lo que queremos con todas nuestras fuerzas, aún cuando hayamos necesitado un empujón para mostrar que lo deseamos, la maldita conciencia adquirida a la fuerza a través de versículos inyectables de palabras rimbombantes, nos hunde en la desazón de no saber si nuestra alegría va a ser comprendida. Así vamos desechando al día siguiente todo cuanto de alegre tuvo el ayer pasándonos las horas en golpes de pecho al grito de “yo pecador”. Pero… ¿y si no hay arrepentimiento?
            Conservar todo lo que de valentía tuvieron los acontecimientos. Tomar las riendas por una vez siquiera y ser los dueños de nuestro propio destino. Elegir la dirección a nuestro antojo sin esperar a que el viento, por alguna casualidad, nos lleve hacia el lugar elegido. Así, desterrando el arrepentimiento vacuo, mantener la posición y, si es posible, reforzarla, transportando con nuestras propias manos, grano a grano, la arena que nos forma. Ya que no somos niños, destilemos del elixir de la verdad en libaciones de celebración en las cuales la verdad y la sinceridad sean las virtudes preponderantes, mantengamos la posición aún cuando ésta nos lleve al fracaso, porque serán nuestro fracaso, producto de nuestra voluntad de querer y creer, en definitiva de ser libres para enamorarse y amar.
            Jugárselo todo en una acción. Superar la dicotomía entre el hombre y sus ataduras y la pasión rejuvenecedora. No dejar que se instale en nosotros la duda, ya que entonces habremos perdido el arrojo propio del amor, haciéndonos vivir a partir de entonces en la quietud, en la triste inactividad de los vencidos, de los que han dado la batalla por perdida. Levantarse por la mañana y persistir en lo dicho, porque lo dicho, dicho está, pero se puede decir más, todo lo que quedó sin decir antes de la celebración de Baco, la que motivó todo este comienzo.     

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