No somos amigos, así
que creo que no debieras ofenderte por lo que transmiten estos pensamientos. No
es a ti a quien van dirigidas estas palabras, acaso no seas más que una
coincidencia accidental, estabas ahí cuando los empecé a vomitar en esta hoja
en blanco.
Te
hablo de incomunicación, a pesar de la incontinencia verbal que se desboca en
vacuidad, simpleza y absurdo. Te hablo de miles de conversaciones, millones,
que se cruzan sin descanso cuyo único destinatario es el cubo de la basura donde
van a parar las frases convencionales. Sin bagaje argumental y carentes de la
más mínima transmisibilidad, incapaces de dotar de coherencia al intercambio de
sentimientos. Como si el hecho cierto fuera ese, revestir de comunicación lo
que no es más que un teatro grotesco de su contrario, rellenando el espectro de
mensajes caducados antes de nacer de nuestras bocas que van rellenando el Memorial
de las Frases Muertas como se rellenan los memoriales con los muertos en
cualquier absurda guerra.
Te hablo de abandono. No del
autoimpuesto, o acaso sí, como resultado de la constante incomunicación a la
que nos sometemos sin respuesta, flagelo despiadado de una vida autómata.
Unidades de Abandono que caminan unas al lado de las otras en efímera y falsa
compañía, intercambiando frases rituales pertenecientes al manual con el que
nacemos pero que, como todos los manuales que se adjuntan a cualquier cacharro
que adquirimos, no entendemos. Abandono propiciado por nuestra falta de
contacto y de franqueza. Por nuestras miradas huecas e inexpresivas. Por esa
autosuficiencia, proveniente de nuestra ignorancia, con la que creemos
preservar nuestra intimidad más personal y que al final nos inhabilita, nos
acomoda y nos incapacita para cualquier tipo de relación.
Te hablo de destierro, no del
geográfico, ese es a veces hasta recomendable, sino del interior. Ese que
obliga, por necesidad, a la renuncia de la vida que uno quiso tener. Ese
destierro que acumula melancolías que van reconstruyendo los recuerdos tal y
como hubiéramos querido vivirlos. Que ambiciona vidas que no son nuestras y
nunca lo serán. Que te enfrenta al espejo de la tuya propia con la descarnada
puesta en escena de la última cena. Ese espejo que te devuelve la imagen real
de tu yo, en lo que te has convertido al caminar por la senda elegida y,
quizás, equivocada. A veces, te gustaría golpear el negativo de tu sombra y
romperla en mil pedazos. Pero al otro lado solo existe la negrura del fieltro y
la madera que lo sustentan con el viejo marco de latón amortajado. No existe
otro mundo más allá del de uno mismo y los que te rodean no reflejan la
voluntad vital que proyectas. El sabor amargo de la propia soledad destilando
en el alambique de la tristeza el alcohol de la separación última, que bebemos
a grandes tragos en la supuesta compañía.
Te hablo del desamparo que toda esta
ausencia provoca. El desamparo aprendido tras los continuos fracasos y la
imposibilidad de volver a intentar aquello que deseamos por temor a volver a
fallar. Esta inusual certeza que trae consigo y que nos inhabilita para
controlar el ambiente circunstancial de nuestra vida y que nos impide alcanzar
otras metas, otros sueños. De la dureza que se instala en el corazón intentando
suministrar las dosis adecuadas de insensibilidad que mitiguen el daño, finalizando,
por fin, las rutinas esclavas, que como leviatanes, zaherían y castigaban el
sueño del amor convertido en pesadilla de tristeza infinita por tu compañía.
Te hablo de clausura. Te hablo de la soledad acompañada.
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