miércoles, 24 de abril de 2013

LA SOLEDAD ACOMPAÑADA


            No somos amigos, así que creo que no debieras ofenderte por lo que transmiten estos pensamientos. No es a ti a quien van dirigidas estas palabras, acaso no seas más que una coincidencia accidental, estabas ahí cuando los empecé a vomitar en esta hoja en blanco.  
Te hablo de incomunicación, a pesar de la incontinencia verbal que se desboca en vacuidad, simpleza y absurdo. Te hablo de miles de conversaciones, millones, que se cruzan sin descanso cuyo único destinatario es el cubo de la basura donde van a parar las frases convencionales. Sin bagaje argumental y carentes de la más mínima transmisibilidad, incapaces de dotar de coherencia al intercambio de sentimientos. Como si el hecho cierto fuera ese, revestir de comunicación lo que no es más que un teatro grotesco de su contrario, rellenando el espectro de mensajes caducados antes de nacer de nuestras bocas que van rellenando el Memorial de las Frases Muertas como se rellenan los memoriales con los muertos en cualquier absurda guerra.
            Te hablo de abandono. No del autoimpuesto, o acaso sí, como resultado de la constante incomunicación a la que nos sometemos sin respuesta, flagelo despiadado de una vida autómata. Unidades de Abandono que caminan unas al lado de las otras en efímera y falsa compañía, intercambiando frases rituales pertenecientes al manual con el que nacemos pero que, como todos los manuales que se adjuntan a cualquier cacharro que adquirimos, no entendemos. Abandono propiciado por nuestra falta de contacto y de franqueza. Por nuestras miradas huecas e inexpresivas. Por esa autosuficiencia, proveniente de nuestra ignorancia, con la que creemos preservar nuestra intimidad más personal y que al final nos inhabilita, nos acomoda y nos incapacita para cualquier tipo de relación.
            Te hablo de destierro, no del geográfico, ese es a veces hasta recomendable, sino del interior. Ese que obliga, por necesidad, a la renuncia de la vida que uno quiso tener. Ese destierro que acumula melancolías que van reconstruyendo los recuerdos tal y como hubiéramos querido vivirlos. Que ambiciona vidas que no son nuestras y nunca lo serán. Que te enfrenta al espejo de la tuya propia con la descarnada puesta en escena de la última cena. Ese espejo que te devuelve la imagen real de tu yo, en lo que te has convertido al caminar por la senda elegida y, quizás, equivocada. A veces, te gustaría golpear el negativo de tu sombra y romperla en mil pedazos. Pero al otro lado solo existe la negrura del fieltro y la madera que lo sustentan con el viejo marco de latón amortajado. No existe otro mundo más allá del de uno mismo y los que te rodean no reflejan la voluntad vital que proyectas. El sabor amargo de la propia soledad destilando en el alambique de la tristeza el alcohol de la separación última, que bebemos a grandes tragos en la supuesta compañía.
            Te hablo del desamparo que toda esta ausencia provoca. El desamparo aprendido tras los continuos fracasos y la imposibilidad de volver a intentar aquello que deseamos por temor a volver a fallar. Esta inusual certeza que trae consigo y que nos inhabilita para controlar el ambiente circunstancial de nuestra vida y que nos impide alcanzar otras metas, otros sueños. De la dureza que se instala en el corazón intentando suministrar las dosis adecuadas de insensibilidad que mitiguen el daño, finalizando, por fin, las rutinas esclavas, que como leviatanes, zaherían y castigaban el sueño del amor convertido en pesadilla de tristeza infinita por tu compañía.
            Te hablo de clausura. Te hablo de la soledad acompañada.

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