miércoles, 10 de abril de 2013

EL SUEÑO ROBADO EN UNA TAZA DE CAFE VACIA


           Entre sorbo y sorbo del café que se estaba tomando en aquella tarde que no había hecho nada más que empezar, no había dejado de observar. También de intentar oír, aunque esto último resultaba más difícil por la distancia que le separaba de aquella pareja y su hablar en voz baja. Algo cercano le llevaba a querer ser el tercero en discordia, a participar en aquella conversación en la que se confundían, por momentos, seriedades y contentos. Algo íntimo y familiar, como si ya hubiera sido protagonizado en algún momento de su vida, le conectaba con aquella escena. La misma sensación que se tiene cuando al ver una película, en realidad, la imaginación está observando otra que la primera le ha sugerido y que nos trae al consciente otras situaciones vividas. En aquel bar de la callejuela que lleva al museo, donde la vida pasaba sin mayor emoción, se desarrollaba la dicotomía de deseos que toda relación establece con sus protagonistas.
            El bar, aquel bar que le amparaba muchas tardes de lectura en soledad, se encontraba semivacío. Solamente ellos tres y el dueño, al que conocía desde que éste se instaló en la ciudad, en otro bar, hacía algunos años ya. Le gustaba el lugar, su ritmo de blues, de jazz, la decoración y las fotos de personajes conocidos de la cultura que colgaban de las paredes, que formaban ya parte del paisaje, sin las cuales no sería lo mismo. En aquel lugar nunca se sentía solo. Nunca se había sentido solo. Ahora bien, es verdad que ya no tenía aquella atmósfera de humo, de transgresión, que siempre la había parecido de una gran similitud con los garitos de música franceses de los años sesenta, pero sin actuaciones en directo. La cruzada sanitaria se lo había llevado todo por delante.
            Apartó la vista y el interés por un instante. Al dirigir su mirada por la amplia cristalera observó como varias personas hacían su entrada en el museo adyacente. Sus andares cansinos, sus silencios de rutina, le anunciaban que su visita cultural no era por voluntad propia sino el cumplimento rígido e inflexible de algún programa cartesiano para turistas organizado por quienes son más partidarios de la cantidad que de la calidad. Pensó en levantarse, pagar el café y entrar con ellos en el museo y, así, equilibrar la balanza de los sentimientos que afloran ante la belleza. Impedir la vulgaridad del que no ve más allá de lo inmediato, dejar volar la imaginación y atraer hacia ellos, al completo, todos los referentes sugeridos para que aquellos turistas no se fueran de vacío. Para que su viaje tuviera, al final, una justificación. Pero su vista volvió a la escena principal, a sus protagonistas y a él, reflejado en el espejo, que también deseaba serlo.
            ¿Cómo debía interpretar la escena, imaginar los diálogos a la vista de los gestos y de las miradas que cada uno de los actores realizaban? En realidad, ¿no era invadir, violentar su intimidad, aunque sea desde un precario y supuesto anonimato? En estos casos casi siempre se es injusto. Las experiencias personales, aquellas que uno ha vivido y, en algunos casos, sufrido, condicionan la verdad. Al final, para el observador no es tan importante lo que realmente está sucediendo como lo que realmente quiere que pase. Algo que le haga tranquilizar su conciencia y pensar que no es el único a quien le ha ocurrido lo que quiere imaginar que está sucediendo, aunque se equivoque. De una manera egoísta no concede el beneplácito de la duda y tergiversa en su imaginación la secuencia de los acontecimientos en su propio beneficio. ¿Cómo podría saber finalmente si estaba en lo cierto?
Pudiera ser, simplemente, que estuvieran comenzando su relación, aquella que nunca es igual a otra, por muchas que se tengan, ya que cada una es especial, y sus silencios solamente fueran los efectos de la timidez inicial. Los gestos dubitativos declarando la inmediatez del deseo del acercamiento físico paralizado por la duda. En este caso, habría que saber si ha sido ella o él quien dio el primer paso analizando la iniciativa de cada uno y, sobre todo, la receptividad del destinatario. Ese rechazo que sobrevuela en cada uno de los intentos amatorios con que la vida nos regala de vez en cuando, como dádivas de caridad para los pobres de amor. En caso contrario, ¿estaría alguno de ellos poniendo el fin? Muchas veces no nos damos cuenta que los mismos gestos valen igual para iniciar que para finalizar. Aunque su sentido no sea el mismo, la caricia en la mejilla, la mano sostenida, los ojos brillantes, la cercanía postural, se utilizan indistintamente en estos dos actos tan antagónicos y agónicos. Al final, solamente las lágrimas pueden hacer ver la realidad de lo verdadero.
La taza de café estaba vacía y solamente las manchas oscuras delataban el contenido que había tenido hacía largo rato ya. Sobre la servilleta trazos de un esquema de garabatos imposibles sobre su torpe análisis de aquella situación. Es difícil intervenir en donde no se nos ha llamado a participar. Anticipando el fracaso de su escrutinio visual e imaginario, se levantó y se acercó a la barra a pagar el café e iniciar el camino de vuelta a casa. Intercambió unas palabras con el dueño del bar, observador tangencial, como él, de lo que estaba sucediendo. Al dirigirse hacia la salida no pudo evitar dirigir una mirada desesperada hacia la pareja en un último intento de saber, de confirmar o corregir su vaticinio. De alegrarse por ellos o entristecerse con ellos. Los dos levantaron la vista a un tiempo cruzándola con la suya. Parecían querer responder con certeza suficiente a su extraña e invasora inquietud, como si ellos también se hubieran dado cuenta de su proceder y quisieran, por caridad, hacerle copartícipe. Le sonrieron con amabilidad y con la transgresora felicidad de los iniciados. Ahora ya no había duda.
Agradeció el gesto y prosiguió su camino hacia la puerta de salida. Se ajustó el abrigo ante el frescor y la humedad de un inicio de primavera pródigo en lluvias. Se tranquilizó al pensar que no todas las circunstancias de la vida se producen y resultan igual. Que no todas conducen al fracaso. Ellos lo habían intentado y habían podido acompasar las suyas. El problema surge cuando la propia queda enganchada y va desgarrando la piel de forma inmisericorde sin posibilidad cercana de evitarlo. O, ¿de no poder, querer evitarlo?
Al doblar la esquina del museo se topó de pronto con el grupo al que había visto entrar hacía rato. Ajustó su paso al suyo e intentó difuminarse entre su multitud. Más adelante sus caminos se separaron, ellos hacia el autobús que le llevaría de nuevo a sus casas después del viaje relámpago a esta ciudad suicidad, él hacía la nada en busca del consuelo que nunca llega.   

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