Es
difícil escribir cuando un arco iris de tristeza se convierte en esa aduana
maldita que separa la vida de la ausencia. Cuando las lágrimas de una familia
se convierten en tempestad e inundación de pena ante la pérdida. Su látigo
salado nos azota y lacera el corazón ante la brusca interrupción de la vida.
Sobrevenida sin aviso, arrancando de cuajo la felicidad que antes se había
puesto en sus manos. Ese momento crítico en el que la luz fría se convierte en
palidez de reflejos que hacen que ocultemos nuestros ojos enrojecidos ante la
exposición pública de sus significados. Es difícil entender un equilibrio más
inestable que el de la felicidad y la tristeza.
En
esta apuesta perdida de antemano con la muerte, la ausencia ajena hace renacer
ausencias propias y podemos entender el dolor y la rabia, que se convierten en
solidarias ante lo inexplicable. En ese momento nos deshacemos de nosotros
mismos para ser ellos e intentar paliar, o compartir, sus sentimientos. Horas
de vértigo insondable, de subidas y bajadas en la noria del ánimo. Carrusel
circular de imágenes que no para de girar en nuestra cabeza. Porque todos
morimos un poco cuando muere una persona cercana a nuestra vida.
¿Cómo
confortar en esos momentos? Las palabras faltan y las que conseguimos decir
parecen extraídas del absurdo. Intentos que se quedan en nada ante la magnitud
del hecho. Es imprescindible la cercanía, el abrazo, la caricia, la prontitud
del gesto amable, la atención continua. Y sin embargo, todo es nada. El
desconsuelo parece eterno y se extiende como una mancha que es imposible
quebrar.
Solamente
os puedo decir que las lágrimas surgidas de vuestro desconsuelo, como la lluvia
de otoño, hacen más puros los rostros. Los vuestros. Y, quizás, los nuestros en
vuestro reflejo. Porque aunque la muerte atraviese el olvido, vosotros no lo
consentiréis. Los sones y las canciones de las Águedas tampoco lo permitirán.
Una vez pasada la tormenta furiosa con sus crespones negros, reverdece el suelo
y sus olores húmedos, a tierra, os recordaran su voz, su risa, su rostro. Los
momentos felices de una vida, que aunque quebrada antes de tiempo, son
inmortales. Y sus manos llegarán hasta vosotros desde el recuerdo para
confortaros, con la misma dulzura y amor con que la recordaréis.
Ahora
sois portadores de un recuerdo que hará que nadie la olvide. Responsabilidad
infinita por todo el tiempo vivido junto a ella. Un grito de amor ante la
eternidad. Porque siempre que aflore su recuerdo, el pasado se hará presente y
estará con vosotros. Con sus amigos. Con todos. Os he visto llorar y he visto
llorar a mi alrededor a la gente que conozco. También a la que no conozco. Pero
estoy seguro que todo ese caudal de sentimientos se convertirá con el tiempo en
la celebración de su vida y no la tristeza de su tiempo secuestrado. Tiempos
difíciles que irán remitiendo, calmando la pena y atemperando la tristeza.
Estas palabras son para vosotros. Para ti, Guti, para Alberto, para Ana Teresa, para Carlos, para Héctor. Las palabras que no fueron capaces de surgir en su momento, ni tan siquiera sé si ahora. Pero que ahí estaban. Y sobre todo, para vuestro padre, José Luis.
Muy bonito y sentido. Ella se merecía todas las palabras bonitas que en estos días todos le dedicamos.
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