Realmente, ¿alguien sabe
hacia dónde vamos? ¿Lo saben quienes nos gobiernan? Desde hace tiempo asisto
perplejo al espectáculo semanal de la subasta de medidas económicas de ajuste,
con todo el boato y parafernalia de las grandes ocasiones, las cuales nos deben
sacar de la crisis en la que estamos inmersos, con todos los parabienes de sus
ideólogos y mentores en la sombra. Con un tempo in crescendo, nos venden un
mensaje demagógico y lleno de palabrería vacía: si la medida tomada la semana anterior
era la correcta, aunque sin resultados, la de la semana posterior es todavía
mejor. Sin embargo los mercados se encargan tercamente de enmendarlos una vez
sí y otra también, dejándolos con el culo al aire. ¿Cuál de las dos posiciones
miente? ¿Alguien lo entiende de verdad? Yo no, pero lo sufro...
Realmente, ¿podemos
nosotros hacer algo al respecto? Decididamente, sí. Podemos empezar por no
empeñarnos en ser los más europeos de los europeos. Saliendo como salíamos de
cuatro décadas de oscuridad, la Europa liberal era la luz a la que aspirábamos
y la meta soñada. Estilo de vida lleno de “glamour”, con un nivel que nunca
habíamos soñado, trufado todo con la grasa saturada del estilo de vida
americano. Una grasa ya infiltrada en los ideales y en la historia de la vieja
Europa. Hacia esa meta enfocamos todos nuestros esfuerzos, perdiendo por el
camino parte, o todo, de nuestra forma de ver y entender la vida. Nuestra vida
sureña, mediterránea, herencia de la antigua Roma, de la antigua Grecia y,
sobre todo, de la España Califal. Ocho siglos que escondemos avergonzados, como
si supusiera una mácula en nuestro pedigrí europeo.
A fin de cuentas, creo
que somos más parecidos a un napolitano, a un ateniense o a un libanés. Una
forma de ver la vida más visceral y pasional, llena de la luz y de los colores
de los atardeceres estivales, cuando empieza a caer el sol y el horizonte se va
llenando de los reflejos cárdenos de su adiós temporal. Horas que, desde
tiempos lejanos, suponían la salida a las calles después de calor abrasador.
Bullicio y alegría en la gente que aventuraban largas conversaciones y debates.
Música y juegos por cada rincón de los pueblos y ciudades. Siempre ha sido
nuestro estilo de vida, naturalismo urbano y cercanía humana. Pero no nos
bastaba, necesitábamos ser más europeos.
Empezamos a imitar, con
la subida del nivel de vida, a nuestros vecinos norteños. Había que viajar,
donde fuera, pero viajar. Nos engañábamos a nosotros mismo con la excusa de
conocer otras culturas, cuando, en realidad, no salíamos del hotel de cinco
estrellas, todo incluido. Para todos, también para mí, no me excluyo, cualquier
atardecer era más bello y romántico en Tailandia, Jamaica o Méjico, que en Las
Alpujarras o Menorca. Volvíamos orgullosos con nuestra pulsera de color, signo
inequívoco de nuestro estatus viajero, para acreditar ante los nuestros la
veracidad de lo contado. Los atiborrábamos de notas sobre el país, cogidas al
vuelo de la propaganda que se encuentra en cada habitación del hotel y nos
convertíamos así en expertos conocedores de otras culturas.
Nuestras ciudades se
llenaron de grandes centros comerciales donde pasar nuestras horas de ocio.
Triste epílogo a una semana de trabajo el volver a encerrarte en un edificio y salir
mal comido, peor bebido y con el bolsillo expoliado. Pero necesitábamos ser
europeos. ¡¡¡Más europeos!!! Construimos grandes auditóriums en un país con
escasa cultura musical, grandes estadios con una educación deportiva precaria,
grandes museos con nula atención a las carreras de humanidades y bellas artes.
El objetivo estaba claro: estar en el mapa, costara lo que costara. Y costó,
mucho.
Perdimos la naturaleza
embriagados por la cultura urbanita que vomitaba la televisión como paradigma
de lo social. Perdimos la cercanía con los de al lado, convirtiéndonos en unidades
individualistas o, como mucho, de guetos. Perdimos lo nuestro al sobrevalorar
lo extraño. Hemos perdido nuestra personalidad, asumiendo la de los otros.
Celebramos Halloween con más ardor que en Nueva York, nos hacemos alemanes con
más pedigrí ario que Otto Von Bismarck para celebrar la fiesta del Oktoberfest,
sustituimos el bocadillo de jamón por una bomba de carne llamada hamburguesa
como si hubiéramos vivido toda la vida en Manhattan. Y así hasta donde una
quiera contar. En lugar de hacer grande lo nuestro, lo sustituimos por lo de
los demás. Pero pagando. Ya no conocemos al vecino de rellano, al tendero de la
esquina, al dueño del bar de toda la vida. Ya la primavera no empieza cuando
despuntan las nuevas hojas y flores, sino cuando lo deciden unos grandes
almacenes.
Pero hay que darle la
vuelta. Caminar en dirección contraria a la que nos quieren imponer. Tenemos
que darle la espalda a todo aquello que suponga sacrificio en pos de una idea
que no es la nuestra, perdiendo por el camino nuestro ser. Hay que utilizar la
armas que están a nuestra disposición, como la iniciativa popular, y con
nuestras firmas, cuando por Decreto Ley nos legislen impuestos europeos,
vayamos en dirección contraria y exijámosles sueldos europeos, cuando nos digan
que somos Europa, vayamos en dirección contraria y exijamos al mismo tiempo
políticos con suficiente nivel cultural para representarnos en ella, cuando nos
impongan leyes y normas atrincheradas en el catolicismo más rancio, vayamos en
dirección contraria y exijamos volver al librepensamiento del Renacimiento o la
filosofía griega, cuando nos pidan participar en el ejercicio democrático de
las elecciones, vayamos en dirección contraria y exijamos primero un
posicionamiento claro de los partidos políticos en función de nuestras
peticiones y expulsemos de la democracia a quienes no acepten nuestras
exigencias. Es hora de posicionarse como poder social real y darles la espalda,
aceptando nuestro papel como los únicos responsables de nuestro futuro.
A fin de cuentas, antes
que estar en un club de cualquier ciudad europea bebiendo un coctel en plan
moderno, prefiero estar en cualquier pueblo, bebiendo una cerveza, a la sombra
de un granado.
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