Quisiera poder decirte
algo esta noche, pero ¿cómo? Las ilusiones se desangran en un enorme charco de
miedo, cortándose las venas con los acerados filos de las hojas de los
periódicos que, como un abanico de guadañas de muerte, anuncian cada día el
dolor de sacrificios constantes y, como única salida, cobarde, sí, pero
legítima, ante la visión apesadumbrada del presente, deciden finalizar su
recorrido. Los sueños inocentes se quiebran como las ramas secas sacudidas por
el viento del otoño, arrojándose al vacío en caída libre hasta chocar con la
tierra que un día les regaló, sin pedirle nada a cambio, el vigor que supuso su
crecimiento. Es loable y triste a la vez su intento baldío de fundirse con su
origen antes de la llegada del más crudo de los inviernos.
Zombificación. Ante mis
ojos van surgiendo las palabras que tecleo en el ordenador como si fuera otra
persona quien las estuviera dictando. Es difícil concentrarse en algo cuando el
inconsciente se empeña en intentar explicar, en intentar explicarse cómo se
llega a este estado de desilusión y desesperanza personal y colectiva. En qué
momento este país quebró la línea de la alegría y la tiñó de la tristeza más
infinita. Personas que caminan de forma automática, que actúan de forma
automática, intentando, sin conseguirlo, que pasen los días y acabe la
pesadilla. Las calles y las ciudades se vacían y quedan en soledad cuando buscamos
refugio en nuestras casas, esperando en vano que no se fijen en nosotros, que
no seamos los siguientes en la cadena de destrucción social, haciendo que
nuestro pequeño mundo pierda la alegría de vivir. Sociedad de zombis en busca
de un futuro al que abrazarse.
Resignación. Es tan
difícil intentar sacudirse su significado. Sin embargo tengo la sensación de
que hemos empezado a considerar normal esta anomalía cobarde del
comportamiento. Envenenada herencia de una educación religiosa de un tiempo no
tan lejano que ha conformado una
arquitectura en la forma de gobernar donde es preciso que aceptemos sin
preguntas cuantos sacrificios se nos impongan. Entregando un cheque en blanco a
unos gobernantes, cualquiera, todos los gobernantes, sospechosamente incapaces
de revertir esa generosidad en beneficio de quienes creyeron que este camino de
tierra capitalista era la vía definitiva hacía el progreso continúo. Mentiras
disfrazadas de triunfo. Ahora comprendemos, tarde, que el capital solamente se
preocupa de sus iguales y que nosotros solamente tenemos sitio en la cadena
productora de beneficios para los otros. Socialdemocracia vendida por un plato
de lentejas invitada a la cena de los idiotas. Deberíamos bajar a la mina y
empaparnos de espíritu combativo. Salir a la calle a reformar un estado
capitalista salvaje, que en lugar de eliminar de sus estructuras políticas y
económicas los desequilibrios puestos de manifiesto, incide en sus dañinas propuestas
realizando una contrarreforma de carácter fascista e integrista.
Cobardía. Sí, somos
cobardes. Por aceptar el estado de las cosas oponiendo solamente una posición
formal de descontento. Conformándonos con las migajas democráticas, que en
forma de elecciones, nos ofrecen cada cuatro años. Sin intentar con la
suficiente fuerza de la razón, el desalojo anticipado del gobierno de quienes
engañaron para conseguir un poder trufado de corrupción y desprecio por la
legalidad, favoreciendo intereses de clase y desmontando ante nuestros ojos una
forma de vivir y de pensar. Y en todo caso por no apoyar con la suficiente
presencia la valentía de quienes si salieron a la calle a luchar por lo de
todos.
Renacer. Es preciso y
cuanto antes. Salir a la calle y decirles que no, que no aceptamos sus medidas.
Que no tenemos nada de que avergonzarnos y que nuestro intento de vivir un
presente y un futuro mejor no puede ser usado de manera torticera para
culpabilizarnos de un estado de las cosas que ellos deberían haber sabido
atajar a tiempo. Y elijamos nosotros el momento de la historia que queramos protagonizar.
Sin nos llevan a vivir un presente con las condiciones sociales de principios
del siglo XX, llevémoslos nosotros a finales del siglo XVIII, tiempo de
Revolución Francesa y hagamos que rueden, intelectualmente, o no, las cabezas
de quienes creen que somos sus siervos.
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