Apenas hacía una hora
que se habían visto cuando él recibió su llamada de forma inesperada. Se habían
despedido como siempre, de forma rutinaria y convencional, entre los adioses y
despedidas de ida y vuelta de los demás, sin que en su mirada, la de ella, hubiera
el menor atisbo de lo que el destino le tenía preparado. Por un instante quedo
mudo al otro lado del teléfono, nunca pudo imaginar, pero fue recuperando su
ritmo cardiaco al compás de las palabras, que de forma acompasada surgían de
aquella voz que tenía la facultad de encender su imaginación y transportarle a
mundos, no por imaginados, menos reales.
Aunque era tarde ya, la
reunión en la que habían participado con otros amigos se había demorado un
poco, ella le invitaba a tomar un café en su casa y hablar. ¿De qué? Hablar de
todo y, en especial, de lo que en secreto para los dos parecía estar
ocurriendo. Algo sobrevenido desde tiempo atrás, siempre en pendiente, como
esas cartas intercambiadas entre dos enamorados, que después de rota la relación,
su destrucción dolorosa siempre se deja para mañana, no encontrando nunca el
momento propicio. Como si fueran el hilo que salva del olvido una parte de sus
vidas, sin la cual quedarían emocionalmente amputados.
Como aún no se había
desvestido, realmente acababa de llegar, solamente cogió las llaves del coche y
salió de casa, otra vez nervioso, rumbo hacia lo desconocido. Porque
desconocido era lo que le esperaba, apenas sin referencias a las que agarrarse
e intentando imaginar preguntas y respuestas que le sirvieran de guión y
calmaran los instantes iniciales, los más difíciles, de su encuentro. Intentado
responderse ¿por qué ahora?, aunque bien sabía que eso era lo menos, lo
importante era que podía ser ahora. Y así, sumergido profundamente en estos
pensamientos, llegó a su casa sin recordar siquiera que camino había seguido,
como si su coche hubiera adquirido vida propia y apiadándose de él hubiera
tomado los mandos con el objetivo de llegar cuanto antes.
Como un colegial al que
han pillado en falta y llama a la puerta del director del colegio, llamó al
timbre del portal y sin preguntas se abrió la puerta, señal de que había visto
su llegada. No tomó el ascensor, prefirió subir las escaleras alargando un poco
el tiempo concedido para la calma necesaria. En el momento de llegar al rellano
se abrió la puerta y una sonrisa tentadora de promesas apareció en el umbral.
Ella le invitó a pasar y se saludaron con dos besos que sin querer, o quizá ya
queriendo, fueron más intensos y prolongados que lo que establece el protocolo
ordinario. Se sentaron en la terraza y ella trajo el café prometido. Ya eran
las doce de la noche. Una noche estrellada y limpia, presidida por una
atractiva luna roja, bajo la cual se sentaron uno al lado del otro, en
silencio, ya que ninguno se atrevía a romperlo, solamente sus ojos mirándose y
sonriendo sus labios nerviosos, reconociendo en su interior que el estar allí
ya quería decía algo.
Por fin ella comenzó a
hablar. Se interrogaron todos los porqués y entre los dos se fueron dando todas
las respuestas. Así fue pasando el tiempo entre risas y cervezas, el tiempo del
café de llegada ya había dejado paso al tiempo de estar. Cada vez más cerca el
uno del otro, cómplices de un momento que marcaría de inicio el día al que le
faltaban cada vez menos horas para clarear. Daba igual quién hubiera tomado la
iniciativa, ella la tomó y el estaba ansioso por recibirla. Lo importante para
ellos era el resultado tantas veces demorado. Después de un silencio
compartido, él la besó en la boca y, sin darle tiempo a decir nada, le dijo que
le gustaría quedarse. La audacia cometida era proporcional al miedo a la
respuesta, pero éste se difuminó al ver su cara iluminada por la luna y oírla
decir: “sí”.
Aquella noche hicieron
el amor con la intensidad de tantos deseos y momentos esquivados. Tiempos
perdidos en vidas paralelas tan cercanas y a la vez tan lejanas. Ausencias y
reencuentros amistosos que en realidad escondían un amor soterrado que
necesitaba salir a la luz. La cama como campo de batalla incruento donde
dirimieron el gran combate estelar de esa noche, donde el último golpe de
campana supuso el final del error de no haber sabido reconocerse el uno en el
otro y admitir sus sentimientos mucho tiempo atrás. Aprendiéndose sus cuerpos
de memoria una y otra vez, juntando sus sudores con el deseado esfuerzo
compartido. Al final, acabaron durmiéndose el uno sobre el regazo del otro,
satisfechos y sabiendo que, por fin, ahora estaban juntos.
Les despertó el sol que
entraba de manera luminosa por los amplios ventanales de la habitación.
Desperezándose lentamente, se volvieron a abrazar, temiendo que lo sucedido
fuera un cuento sin final feliz. Pero los dos sabían que ya no era posible que
esto sucediera. Era su primera noche juntos y sería para siempre. Se sentaron
en la terraza, aún llena de sus voces de la noche pasada, y tomaron un café, su
primer café de su primer desayuno en común, con el deseo de salir cuanto antes
a la calle para compartir vida, su vida. Pero antes, no había prisa,
disfrutaron de su intimidad. Habían conseguido unir sus tiempos y, por tanto,
tenían tiempo de sobra.
Este relato, merece ser leido mientras se escucha el Claro de luna de DEbussy.
ResponderEliminarUn beso.