miércoles, 13 de junio de 2012

INDUCIR A LA LOCURA NO ES PECADO EN EL EVANGELIO CAPITALISTA


¿De dónde salían esas voces que llevaban hostigándole desde el sábado por la tarde? Seguían resonando en su cabeza sin poder apartarlas aún cuando se empeñara en pensar en otra cosa. Puede que tuviera que ver con la avalancha de noticias sobre el rescate del sistema financiero español, que se había producido desde que se conoció el hecho. Se había visto todos los programas de televisión y oído todos los de radio para intentar llevar algo de luz y de razón a su corto entendimiento. Incluso había estado leyendo un par de diarios digitales con los que completar su visión sobre dicho asunto.

Pero ahora no estaba oyendo la radio y la televisión estaba apagada. Era como si esas voces no tuvieran la particularidad de perderse en el tiempo y el espacio y quedaran colgadas en el espectro mental de su cabeza, acumuladas, circulando por sus circuitos neuronales en un bucle sin fin. Cuando cerraba los ojos las voces cobraban su imagen original, aquella imagen que las había pronunciado, y como en un escenario de tragedia griega, se colocaban en círculo, en el cual, él, como un aprendiz aplicado, tomaba camino hacia la locura.

Sentado en el sofá de su casa era consciente de que el camino había comenzado. De pronto las paredes de su salón empezaron a volverse del color blanco. Un tejido mullido empezó a recubrirlas con el dibujo atávico de aquellos sofás vintage de botones tan característicos. Los enseres cotidianos fueron difuminándose poco a poco y acabó, en su imaginación, sentado en el centro del cubo. El mismo quedó vestido de blanco, con un mono sin bolsillos y unas mangas más largas que sus brazos que se ataban a su espalda. Se sentía cómodo en esa situación, ya que las voces habían desaparecido y el silencio era completo. Pero ¿qué era lo que le había llevado hasta allí, si no recordaba nada? Se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación hasta que recobró la realidad de su situación. Nada había cambiado y las voces seguían allí, en su cabeza, sintiéndose preso en su propia casa.

Fue hasta la cocina y rebuscó en el pequeño botiquín de urgencias que tenía para situaciones cotidianas. Encontró en una caja unas pastillas de color azul, las más “populares” entre los consumidores de fármacos para la razón, en cuyo prospecto indicaba que servían para mitigar el dolor de cabeza en situaciones de fuerte migraña con alteraciones de la visión. Se tomó una doble ración de las mismas y volvió al salón. Drogado, en ese instante empezó a sentir que flotaba y que todo a su alrededor se volvía melifluo y reptante. Comprobó que tenía la facultad de subir por las paredes y decidió ver desde otro ángulo el sentido de las cosas, acabando colgado del techo, como una araña, desde el cual observaba a sus sombras, con sus caras ocultas, discursear su vomitivo mensaje con las voces que resonaban en su cabeza. No sabe cuánto tiempo estuvo en aquel estado de embriaguez mental, pero se despertó en el suelo, acurrucado como un niño y desnudo. Observó que encima de la mesa estaba el libro de Kafka, La Metamorfosis que había estado leyendo.

Empezó a sospechar que aquellas voces de rescate financiero lo que realmente estaban produciendo en él era una distorsión de su realidad más cercana, haciéndole vivir mundos paralelos al real con el objetivo de que su capacidad de raciocinio y reflexión quedara anulada y no supusiera ningún peligro para lo que significaban. Dispuesto a impedirlo de la manera que fuera, realizó algunas llamadas telefónicas, pero ninguna tuvo respuesta. Puso la radio, pero solamente se escuchaban las mismas voces. Cada vez más fuera de sí, encendió el ordenador por si en alguna red social la gente se estaba organizando para el contraataque, sin embargo las redes ya habían sido abducidas y en las páginas solamente se veía un color blanco de fondo y mensajes con el texto repetitivo de las voces, que surgían del fondo de la pantalla en un caleidoscopio sin fin.

Aterrado, no sabía bien si por su locura sin freno o porque en su locura creía que el mundo se había vuelto loco, encendió la televisión como último recurso de enlace con el exterior de sí mismo. La pantalla tardó en tomar vida y cuando lo hizo aparecieron en ella extraños personajes entre los cuales identificó a una troika vestida de negro de aspecto patibulario, al presidente del gobierno encerrado en su eterno conjunto vacio, al ministro de economía negando el rescate con el dinero en la mano, a algunos presidentes de bancos españoles en agradable camaradería con el babero y el cuchillo en la mano y al presidente del Fondo Monetario Intencional sumando intereses en una calculadora que no paraba nunca. Su imaginación desbocada iba añadiendo los personajes de los cuentos de su infancia que alguna vez le había provocado algún temor. De pronto la imagen de la televisión empezó a girar como si fuera el tambor de una lavadora, tomando cada vez más velocidad y mezclando a todos los personajes. Como en un viaje astral, se vio salir de su cuerpo y penetrar en aquel centrifugado irracional y como todo el salón y toda la casa se volvía una lavadora gigantesca girando cada vez más deprisa y sin control.

Horas más tarde se despertó con un fuerte dolor de cabeza. A su alrededor, en la mesa del salón había una botella de vino vacía, un par de porros terminados y una caja de pastillas, a la que le faltaban unas cuantas, que recordaba que se había tomado por la mañana para mitigar su malestar. Atontado todavía por la pesadilla, cogió el mando a distancia y encendió el televisor. En la pantalla se recortaron las figuras soñadas publicitando el rescate español como la única solución a los problemas estructurales del sistema financiero y como eso no iba a suponer ningún sacrificio para el ciudadano de a pie. Creyó intuir en sus caras una sonrisa culpable, pero podía ser que todavía estuviera en niveles altos de inconsciencia.      

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