miércoles, 28 de diciembre de 2011

EL DOLOROSO EFECTO SOBRE EL CORAZON DE UN UPPERCUT

            Por fin se había producido. Hacía tan solo unos días, ni siquiera una semana, fue la última vez que volvió al lugar común donde una vez creyó ser feliz. El sabía que no debía, es contraproducente para el equilibrio mental ordinario, pero era imposible resistirse a la única parte de su vida, que aunque falsa, controlaba. Ahora tenía agallas para aceptar la verdad y por fin se había producido el eclipse que esperaba y, como resultado final, se había fundido a negro. Siempre lo supo, el color rojo nunca le había traído nada bueno. Era al fin feliz en la cara oculta de la luna.
            Durante estos días de falsas vanidades y oropeles varios, deseó con todas sus fuerzas que esa chica mala, mujer de mirada encendida y perversa, lo besara bajo el muérdago. Al contrario, recibió una bofetada sutil y discreta, que aunque al principio le dolió, hizo que su autoestima rebrotara de nuevo febril y exigente y le hiciera ver con claridad lo penoso y patético de su situación sentimental actual, obligándole de nuevo a ser él de verdad. Ahora estaba en situación favorable para realizar el necesitado aquelarre de los últimos años de su vida, en el cual se reducirían a cenizas todas las vidas vividas de forma paralela a la real. Un viento frio y helado las llevaría muy lejos de él y la angustia de su anterior estado desaparecería para siempre. Como en una ensoñación violenta, el ritual purificador iría desvaneciendo la máscara que con su cara, la de ella, él había puesto en todas las mujeres a su alrededor y las dejaría ver como son en realidad. Por fin podrían ser ellas y así él, podría enamorase de lo que realmente son. Dejarían de estar secuestradas en su mente por su imagen.
            Ahora podía mirarse al espejo y llorar. Lágrimas caídas que suavizarían su dolor lavándolo como si fueran un aguacero de primavera que deja al final un olor a fresco y una sensación de vigor naciente al ver de nuevo el sol que emerge de entre las nubes, exigiendo el lugar que su nueva fuerza anual le otorga. Después de tantas navidades de pasada, una por fin había traído algo bueno. Ya no necesitaba carreteras de salida, caminos de huida, al contrario, se habían convertido en corrientes de entrada que renovaban el equipaje vital del que estaba hecho. Quería de nuevo todo para poder sumar después de tanto tiempo de restar y de dejar marchar lo mejor de sí mismo. Podía decir no y empezar a contrarreloj la carrera de la felicidad después de visitar el mapa de la tristeza y de la decepción. Iría subiendo la escalera al cielo, de sus adorados Leed Zeppelín, saludando a derecha e izquierda con una sonrisa y las tabernas y tugurios, visitados de nuevo, ya no tendrán el sabor amargo y la tristeza ácida del pasado.
            Como un equilibrista mediocre, al que le han dado la posibilidad de ejecutar su número en la pista central, está dispuesto a ejecutar su personal triple salto mortal. Un salto sin red, pues no se había parado a reflexionar sobre su futuro, ni eso, a fin de cuentas le importaba. El combate amoroso había terminado por ko y deambulaba por el ring medio sonado y desorientado buscando su esquina. Después de tanto dolor y ansiedad, entendía, por la fuerza de los hechos, que no existían las princesas azules. Nunca había tenido ni la más mínima posibilidad de bailar un vals. Al contrario, había bailado un tango descarnado con su (des)amor. Letra construida hace tiempo en un lejano país y que nunca pensó que le pasaría a él. Siempre estará en deuda con la “guionista de sus sentimientos”, que tanto le aguantó y aconsejó. Pero al final, era feliz.
            Ahora había que escribir nuevas canciones y por ninguna circunstancia dejar pasar la oportunidad de hacerlo. Habían sido muchas las que se quedaron en el papel y acabaron en la papelera sin la posibilidad de crecer. Se prometió a si mismo que nunca más dejaría de estar. Miró el reloj y vio que ya era la hora de terminar. Una vez escrito ya no había vuelta atrás. Le esperaba la vida ahí fuera y deseaba disfrutar de la sensación, tan rara como placentera, de no buscarla, en cualquier mujer, nunca más.
          

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