Por fin se había producido. Hacía tan
solo unos días, ni siquiera una semana, fue la última vez que volvió al lugar
común donde una vez creyó ser feliz. El sabía que no debía, es contraproducente
para el equilibrio mental ordinario, pero era imposible resistirse a la única
parte de su vida, que aunque falsa, controlaba. Ahora tenía agallas para
aceptar la verdad y por fin se había producido el eclipse que esperaba y, como
resultado final, se había fundido a negro. Siempre lo supo, el color rojo nunca
le había traído nada bueno. Era al fin feliz en la cara oculta de la luna.
Durante
estos días de falsas vanidades y oropeles varios, deseó con todas sus fuerzas
que esa chica mala, mujer de mirada encendida y perversa, lo besara bajo el
muérdago. Al contrario, recibió una bofetada sutil y discreta, que aunque al
principio le dolió, hizo que su autoestima rebrotara de nuevo febril y exigente
y le hiciera ver con claridad lo penoso y patético de su situación sentimental
actual, obligándole de nuevo a ser él de verdad. Ahora estaba en situación
favorable para realizar el necesitado aquelarre de los últimos años de su vida,
en el cual se reducirían a cenizas todas las vidas vividas de forma paralela a
la real. Un viento frio y helado las llevaría muy lejos de él y la angustia de
su anterior estado desaparecería para siempre. Como en una ensoñación violenta,
el ritual purificador iría desvaneciendo la máscara que con su cara, la de
ella, él había puesto en todas las mujeres a su alrededor y las dejaría ver
como son en realidad. Por fin podrían ser ellas y así él, podría enamorase de
lo que realmente son. Dejarían de estar secuestradas en su mente por su imagen.
Ahora
podía mirarse al espejo y llorar. Lágrimas caídas que suavizarían su dolor
lavándolo como si fueran un aguacero de primavera que deja al final un olor a
fresco y una sensación de vigor naciente al ver de nuevo el sol que emerge de
entre las nubes, exigiendo el lugar que su nueva fuerza anual le otorga.
Después de tantas navidades de pasada, una por fin había traído algo bueno. Ya
no necesitaba carreteras de salida, caminos de huida, al contrario, se habían
convertido en corrientes de entrada que renovaban el equipaje vital del que
estaba hecho. Quería de nuevo todo para poder sumar después de tanto tiempo de
restar y de dejar marchar lo mejor de sí mismo. Podía decir no y empezar a
contrarreloj la carrera de la felicidad después de visitar el mapa de la
tristeza y de la decepción. Iría subiendo la escalera al cielo, de sus adorados
Leed Zeppelín, saludando a derecha e izquierda con una sonrisa y las tabernas y
tugurios, visitados de nuevo, ya no tendrán el sabor amargo y la tristeza ácida
del pasado.
Como
un equilibrista mediocre, al que le han dado la posibilidad de ejecutar su
número en la pista central, está dispuesto a ejecutar su personal triple salto
mortal. Un salto sin red, pues no se había parado a reflexionar sobre su
futuro, ni eso, a fin de cuentas le importaba. El combate amoroso había
terminado por ko y deambulaba por el ring medio sonado y desorientado buscando
su esquina. Después de tanto dolor y ansiedad, entendía, por la fuerza de los
hechos, que no existían las princesas azules. Nunca había tenido ni la más
mínima posibilidad de bailar un vals. Al contrario, había bailado un tango
descarnado con su (des)amor. Letra construida hace tiempo en un lejano país y
que nunca pensó que le pasaría a él. Siempre estará en deuda con la “guionista
de sus sentimientos”, que tanto le aguantó y aconsejó. Pero al final, era
feliz.
Ahora había que escribir nuevas canciones y por ninguna
circunstancia dejar pasar la oportunidad de hacerlo. Habían sido muchas las que
se quedaron en el papel y acabaron en la papelera sin la posibilidad de crecer.
Se prometió a si mismo que nunca más dejaría de estar. Miró el reloj y vio que
ya era la hora de terminar. Una vez escrito ya no había vuelta atrás. Le
esperaba la vida ahí fuera y deseaba disfrutar de la sensación, tan rara como
placentera, de no buscarla, en cualquier mujer, nunca más.
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