Dormir, trabajar,
descansar. Desayunar, comer, cenar. Acciones yuxtapuestas o entrelazadas o
tejidas sin descanso en un intento baldío de estabular el tiempo del que
disponemos, de aprehenderlo en píldoras coercitivas de ingesta prescrita en
intervalos de ocho horas. Posología humana que determina la dosis de espacio
temporal a administrar para no enfermar, o recaer, en la certeza de su
inasibilidad, de la inaprensibilidad de su condición. Acaso, mister Felton, le
parezca exagerada mi exposición, pero creo que vivimos encadenados a un tiempo,
mejor dicho, a una representación del tiempo que no es más que el traje a
medida que nos hemos tejido para hacer más llevadero que ese mismo tiempo al
que queremos, deseamos, necesitamos domesticar, es libre, elástico, dúctil.
Todo lo contrario a nuestra rígida concepción del mismo.
Permítame, si acaso, un ejemplo.
Hemos dividido nuestro tiempo en anualidades repetitivas que van disminuyendo
al paso de nuestro propio ocaso. Si proyectáramos este último hacia el futuro,
¿cuántos años nos quedarían? Hecha la cuenta, la propia condición de ser va
restando tiempo, es inevitable, cada vez que ese intervalo se repite,
implantando en nuestra conciencia la impresión de finitud de nuestra vida, la
escasez temporal para realizar esas múltiples tareas que, en realidad, nunca
haríamos aunque tuviéramos mil vidas más de regalo. Es esa construcción
artificial del tiempo, como una colmena de celdas separadas que se expresan en
sí mismas, segundos, minutos, horas, días, meses, años, décadas…la que hace
que, siempre, sin excepción, tengamos la sensación de que el tiempo se nos
escapa de las manos. Usted, como yo, sabe la cantidad de locuciones, sentencias
o dichos que tratan el tema.
Y creo, sinceramente, que es un mal,
casi propio, de esta sociedad occidental, capitalista, consumista, en la que
vivimos. Nuestro sistema productivo, basado en la producción sistemática y
exponencial de bienes de consumo, ha encapsulado el tiempo de todos nosotros
con el fin de que nuestra productividad sea la más adecuada para que el sistema
no decaiga. Necesitar para producir, producir porque necesito, no es más que la
ecuación del ritmo sobre la que se asientan nuestras vidas. Al necesitar, tengo
que trabajar, tengo que producir y así, acepto las condiciones impuestas por
los verdaderos dueños del tiempo, depositando en diversos paréntesis el tiempo
general y haciéndolo finito en ellos. No sé si estará de acuerdo conmigo,
míster Felton, pero creo que así morimos cada vez que uno de estos paréntesis
termina, que morimos infinitas veces antes de la definitiva, que por esa razón
no saboreamos nuestra vida de forma más o memos plena, porque nos la han robado,
o la hemos entregado a cuenta, y nos la administran de forma artificiosa para
que creamos que somos felices y dueños de ella.
Contra esa concepción arquetípica
del tiempo occidental le opongo esa otra que lo circunscribe al hecho natural
de vivir como una continuidad en la que toda acción inscrita en ella no tiene
más importancia que la que se desprende del efecto de la misma acción, no
siendo más que un sumando más en la gestión de un tiempo lineal y único. Al
nacer no comienza el tiempo, el tiempo ya viene comenzado de antemano, nos transporta
en el pequeño relevo que realizamos y sigue una vez que entregamos el testigo.
No se necesita producir más y más para vivir y, por tanto, no hace falta
dividir el tiempo asignando partes de él en cada tarea, sino que es la tarea
fundamental la que marca el tiempo que necesita. De esta forma, creo yo, el
tiempo se hace, de alguna forma, infinito, largo, continuo, como cuando éramos
niños, recuerde Míster Felton, y teníamos la sensación de eternidad, de que el
tiempo nunca pasaba, que así continuaríamos para siempre. La niñez, se lo digo
con total convencimiento, es esa parte de la vida que más se acerca a la ley
natural antes de que nos compriman la vida en un almanaque del que solamente
arrancamos hojas secas como si un perpetuo otoño se hubiera instalado en
nuestras vidas.
Es en lo natural, créame, donde la verdadera vida se
expresa en total plenitud, el lugar en el cual seremos libres al fin, donde la
ley obtiene su verdadera expresión humana. Adquiriendo el conocimiento de que
la verdadera eternidad es ser conscientes de que no somos más que una parte de
un tiempo único, nacido con el Big Bang, que se expande infinitamente y que,
por lo tanto, no necesitamos medir y calcular. O hacerlo lo menos posible. Es
simplemente vivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario