Se aburre. Echado en
el sofá, descarta seguir leyendo o escuchando música. Significa concentrar la
atención en el hecho mismo de leer o escuchar y la temperatura alta, demasiado
alta para el hecho mismo de vivir, no invita a nada que no sea ponerse en modo “off”.
Podría leer o escuchar con desinterés, cuestión alto improbable para él, pero
para eso debería sumergirse en algún superventas veraniego de cualquier
famosillo de medio pelo o en algún tipo de música como el reggateon,
posibilidades que su constitución neuronal y su histórico literario y musical
le impiden, ni siquiera, intentar explorar. Aparte de que no entran en su casa
ni con mandato judicial ni patada en la puerta. No le gustaría ir al
dermatólogo, al otorrino, o lo que sería peor, al siquiatra.
Termina, sin convicción ninguna,
encendiendo la televisión de forma mecánica. En la calle se empieza a percibir
el murmullo mundano del final de la tarde que va creciendo a medida que la
temperatura baja. Días más largos, ¿para qué? Nos los pasamos penando al sofoco
solano esperando llegar lo más indemnes posibles al vespertino solaz ya entre
dos luces. Los pobres somos así: creyendo siempre que nuestro verano confraternizará
con el de los que tienen una constitución adinerada. Una mierda. Demagogia
barata que nos venden y que nosotros aceptamos creyendo compartir el mismo
cosmos social. Lo dicho, una visión cosmogónica de baratillo pero que parece
ser que proporciona réditos electorales a esos ambulantes de la política
vendedores del elixir de la eterna ineptitud.
Mientras divaga por estos
pensamientos fruto de la calentura ambiental reinante, pulsa con obsesión, casi
con irritación, el mando televisivo en busca de un oasis de paz catódico.
Piensa que hace muchos años, cuando solamente existían dos canales televisivos,
todo era más fácil. Había lo que había. Mucha caspa. Ya está. La llegada de la
televisión privada aumentó la oferta pero no está muy seguro de que aumentara
la calidad y variedad. Lo que hizo fue poner en marcha un ventilador que esparció
esa caspa para que ninguna escala social quedara sin contaminar y manipular. Ahora,
el crecimiento exponencial televisivo, gracias al cable, es como un ventilador
gigante esparciendo mierda a diestro y siniestro. Más, ¿para qué?
Sumido en la total incertidumbre,
termina, cansado el dedo de dar a los botones, por aceptar la derrota y parar
en uno de los canales de cuyo nombre no quiere acordarse. ¡Para qué! Están en
esos minutos interminables de publicidad con los que cada poco tiempo nos
regalan las cadenas televisivas y termina, ¡por fin!, concentrando la atención
en el anuncio emitido en ese momento. Después de tantas preguntas hacia su
interior, después de tantos pensamientos intentando comprender el mundo y el
lugar que ocupa en él, después de preguntarse si su vida ha seguido un camino
lógico quemando las etapas vitalmente marcadas como consecuentes y moralmente
correctas, o si, por el contrario, pertenece al reducto marginal de los
inmaduros, cree haber descubierto, ¡qué ironía!, la respuesta.
Sí, definitivamente a su edad es un inmaduro,
sentencia para sí. Dejó pasar el tiempo sin atender a las señales. ¿Cuáles?
Pues, después de tres vehículos, ¡nunca se compró un Mercedes! He ahí el error.
El publicista arenga a la masa telespectadora, curiosamente a través de jóvenes
activos, vitales, alegres, a madurar, para lo cual le proporciona, cual diablo
sobre ruedas, el “vehículo” apropiado. Ya ves, se ríe, inmaduro por pobre. Si
es que el dinero, no es que dé la felicidad, es que te hace madurar. Pero él se
ha quedado, en esa cuestión, agostado en el bancal. Una pena. Nueva siquiatría
mercantilista para diagnósticos patológicos rápidos. La próxima vez, especula,
cuando no se encuentre a sí mismo, no acudirá al médico, irá al concesionario
Mercedes más cercano.
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