lunes, 6 de febrero de 2017

EL SILENCIO DE PERNADA

           ¿A qué huele una casa de retiro eclesial? Si eliminamos el olor a incienso o cualquier otro enmascarador, ¿no nos llegaría la fétida certeza de la ignominia escondida, oculta en la podedumbre y miseria de unos sujetos salvados, in extremis, únicamente por la presunción inocente de la fe, y trasladados en secreto para esconder el crimen cometido y esperando que la justicia no ponga sus ojos en ellos? El rebaño rebosa de servilismo y silencio. No saber es igual a que el hecho, supuestamente, no exista, y no preguntar se convierte en el axioma de uso cotidiano para su zona de confort religioso, elevando, de esta forma, la ignorancia teológica a grado de teorema fundacional de la confesión, de cualquier confesión. Así, el estado de cosas se mantiene sin detenerse a pensar en la pestilencia del motor que lo mantiene en movimiento. Casas de retiro para pederastas financiadas con los impuestos de todos, incluso de aquellos de los que han abusado las alimañas blancuzcas y enfermizas, y, sobre todo, por aquellos para los que marcar la X es sinónimo de salvación eterna.

            El abuso de poder es una de las características más comunes en los casos de abusos a menores en el entramado de la iglesia. Circunstancia que se produce, normalmente, en dos direcciones: la propia de la autoridad y, la segunda, lo que supone de violación de la confianza depositada. Si execrable es la primera, la segunda produce la nauseabunda evidencia del desviacionismo teologal que ha sufrido el catolicismo, visto desde el ateísmo observador del comportamiento humano. Autoridad como única coartada de sus actos, independientemente de su capacidad o idoneidad para el cargo, lo que evidencia la escasa exigencia, lo chusquero de sus nombramientos, y la poca empatía con los demás, proveniente, quizás, de años y años de campar a sus anchas sin ninguna contrapartida penal por parte de la justicia laica.

            El abusador o pederasta eclesial se presenta, cuando es descubierto, normalmente por denuncias de sus víctimas y no por las denuncias de la propia organización a la que pertenece, como un personaje atormentado que pide perdón por sus actos como forma de solucionar sus consecuencias. Se encomienda a su deidad como juez de su comportamiento e intenta salvaguardarse de la justicia terrenal amparándose en la mezquindad y sordidez de su jerarquía que prefiere mantener el chiringito a salvo en lugar de abrir las ventanas y ventilar la degradación y la pestilencia que inunda el oficio. Proclama, dándose golpes de pecho, que él es también una víctima más, que no ha podido resistir la tentación demoniaca de la carne, que recen por él porque pecó sin querer. ¡Y lo inexplicable es que parte del rebaño lo hará, amortajado, como está, por el Síndrome de Estocolmo que los envenena!

            El oscurantismo y el silencio se extienden como un criminal manto encubridor en los abusos a menores dentro de la iglesia. El sigilo con el cual se actúa supone, de facto, el intento de escapar a la justicia de quienes han cometido dichos actos. La omertá católica funciona como una gran familia mafiosa para la cual es indispensable la lealtad de sangre. Nada ni nadie debe interferir en dichos asuntos, por muy terrenales que sean. Acostumbrados a las salidas de tono, por llamarlo de algún modo, de la curia eclesiástica, de la Conferencia Episcopal, en lo referente al aborto, matrimonio homosexual, etc, se echa en falta esa prontitud y esa intensidad para mostrar su rechazo ante estos comportamientos delictivos de parte de sus representantes y mostrar su apoyo a las víctimas de los abusos. En cambio, se callan como ratas, no siendo que la sociedad tome conciencia del grado de deterioro empresarial en el que se hallan inmersos y exija, de una vez por todas, la separación de la iglesia y el estado, anulación de los privilegios y prebendas que les otorga el Concordato firmado con la Santa Sede a finales de los setenta, y la aplicación de la jurisdicción penal ordinaria en cualquier acto que suponga su quebranto, como se le aplicaría a cualquier ciudadano que cometiera cualquier delito de la naturaleza que sea.

            Y es esa afección al poder que detenta la iglesia católica la que provoca su impunidad legal, la incomprensión, en muchos de los casos, de la autoridad y el encubrimiento y la presunción que tienen las víctimas de que no se corregirán los hechos. En este país, en el cual ningún corrupto va a la cárcel, los pederastas eclesiales parecen tener la misma patente de corso, amparándose en la prescripción de los delitos cometidos, algo que se debería revisar por parte de la justicia, y que no es nada más que el miedo de las víctimas a la denuncia ante la indiferencia y el rechazo de parte de la sociedad y de la autoridad, los mismo que deberían exigir su rehabilitación y el castigo para los culpables, culpables, que de no mediar la justicia ordinaria, se absuelven ellos mismos a la mayor gloria de dios.  

            España, Irlanda, EE.UU…, y ahora, más cerca, la localidad de Tábara, en la provincia de Zamora. El tufo a podrido se extiende como una nube radioactiva que amenaza con intoxicarnos a todos.

            Endogamia y hemofilia católica sin resolver. 

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