Que
los bares son un universo en sí mismos no es algo que se discuta. Ágora
variopinta en la cual se suceden y por la que transcurren momentos temporales
de cada uno de sus parroquianos según sean las circunstancias personales que
les perturben en el momento de su presencia o las realidades externas que les
afecten. Se podría decir que cada bar es un parlamento, un foro en el cual,
todos los días, se ponen de manifiesto las diversas susceptibilidades íntimas
de cada uno de sus feligreses, ya sean estas nacionales, o regionales, o
locales. Se podría decir que cada bar es un templo en el que cada día se
celebra la eucaristía social del reconocimiento, la comunión grupal, el santo
sacramento mutuo. Se podría decir, en suma, que cada bar es como la consulta
del sicólogo, pero gratis, donde sin dificultad, con la facilidad que da la
confianza adquirida, se producen sin interrupción confesiones, desahogos,
confidencias, atemperando, a veces, el ánimo posiblemente quebrantado.
Por eso, para un observador, el
espacio barístico es como un mosaico de actitudes y comportamientos, cuando
menos, originales, ciertamente curiosos en algunos casos, pequeños microcosmos
de postureo y autocomplacencia. Desde la persona apartada, física y
mentalmente, del mundo alrededor suyo, quizás construyendo ficticiamente el
suyo. O esa otra, apostada en la barra, posiblemente exponiéndose, mostrándose,
esperando un reconocimiento que siempre creyó suyo y nunca recibió. También
están aquellos yonquis de la prensa diaria de gorra, ávidos de lectura, que son
capaces, como usureros lectores, de apresar varios ejemplares, convertirlos en
rehenes, amontonarlos e, inmediatamente, como sagaces encubridores, abrir uno
de ellos encima del resto y usurpando, de paso, la lectura rápida con un café
expreso a los demás partícipes de dicha liturgia. Asimismo, incluso, podíamos
incluir a aquellos padres abnegados y aburridos, que por mor de la demagogia
medicinal, ven corretear a sus infantes por el escenario tasquero, convertido
en vulgar guardería, asimilando éstos, de forma tan simple, el hecho social de
la bebida alcohólica. Dicotomía pulmonar o hepática resuelta a favor de la
segunda por el progresismo político.
Pero a mí, reconozco que observo y
acepto y asumo ser observado, el grupo que más me interesa y, a la vez, me
intriga, es el de esas personas que, aún entrando físicamente en esos templos
de la libación, en realidad no son más que vehículos, porteadores de los
verdaderos protagonistas: los abrigos, las trencas, las gabardinas… Una situación
que se manifiesta de forma bastante intensa en los meses de invierno, cuando
estas grandes estrellas del vestuario masculino y femenino inundan los bares
formando verdaderas colinas textiles entre las cuales cavamos trincheras que
nos permitan cierta movilidad, cierta interacción entre las distintas áreas del
espacio: ir al lavabo, mismamente. En concreto, me refiero a esas personas que,
con movimientos estudiados y milimetrados, se despojan de la prenda en cuestión
y con sumo cuidado la depositan en la banqueta o taburete, colgándola del mismo
para que no sufra ninguna arruga, mientras ellos se quedan de pie o cogen otra
banqueta o taburete y se sientan a su lado, como si de su pareja sentimental se
tratara. A veces esto no es suficiente, o no hay taburetes, y, entonces, buscan
cualquier mesa en la cual descansar la prenda.
De esta guisa nos encontramos con
clientes haciendo malabares con la copa de vino o cerveza en una mano y la tapa
en la otra sin poder acomodarlas en la mesa instalada por los dueños para ello,
con clientes cansados que se debaten entre solicitar al caradura que les deje
el asiento o dejar caer, por supuesto sin querer, la comanda en la ropa, con
cara de no entender el porqué de la situación. ¡Y eso es una falta de
solidaridad tabernaria que solamente se entiende desde la admisión de estos
advenedizos, de estas criaturas sin cultura del vermú, del poteo, del alterne
social! Ni aunque les dirijas miradas de rayos exterminadores son capaces de
unir los conceptos, salvo cuando se van, que, con gran cinismo e hipocresía,
son capaces de ofrecerte lo que en realidad deberías haber disfrutado desde tu
entrada.
Mientras tanto, el perchero
arrinconado en algún ángulo del local, observa impotente tanta maldad, tanta
perversidad, convertido en un esqueleto al que le hubieran despojado de toda su
carnalidad, transformado en un conjunto vacio, transmutado en un ser inerte y
sin función laboral conocida, destinado al paro del contenedor de las cosas
inútiles. Reconvertido en una interrogante crítica y acusadora: ¿no entiendes,
gañan de caspa larga, meapilas de misal a juego, que tu actitud no es la
correcta? ¿Qué si estoy aquí es por algo? ¡Joder, si no sabes, no entres y deja
a los verdaderos profesionales!
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