Gran
Hermano, Gran Hermano Vip, La Granja de los Famosos, Granjero busca Esposa,
Operación Triunfo, Master Chef, etc…, este país no anda escaso de realitys
shows. Este tipo de televisión que, por lo que se ve, da bastantes réditos
publicitarios a los dueños de las cadenas, ha venido a sustituir de forma
tecnológica a esos corros vecinales de cotorras y cotorros que se aposentaban
en los aledaños de los portales comunitarios, ubicados convenientemente para
ver como la vida de la barriada pasaba ante ellos y dispuestos, con todo lujo
de detalles, a realizarle un traje a medida al vecino o vecina que no siguiera
los cánones de vecindad, urbanismo y compostura establecidos en su normativa
interna, creada ad hoc, y que, para ellos, era la correcta y adecuada.
Nada ni nadie se movía en ese
territorio de caza, el hábitat del “chismosus merodeador”, que ellos no
supieran, a veces, incluso antes que los propios interesados. Nada escapaba al
escrutinio visual y verbal de unos cotillas que intentaban completar sus
pequeñas vidas miserables, en las que nunca pasaba nada, con la acidez vomitada
en las vidas de los demás, entrometiéndose con alevosía y nocturnidad y
llegando a difamar para conseguir sus objetivos. ¡Qué tiempos aquellos tan
absurdos en los que las mirillas inquisitoriales y las persianas puritanas, a
veces, con miradas asesinas detrás de las puertas, hacían que tus padres
supieran la hora intempestiva de tu llegada a casa tras la fiesta, antes de que
te hubieras levantado por la mañana!
Pues Pesadilla en la Cocina, versión
patria de la edición norteamericana sobre recuperación de restaurantes en
crisis, no es distinta, no es un programa de ayuda laboral cofinanciado por el
INEM, no es un ONG de ayuda hostelera, es un reality más que cumple con todos
los cánones atribuidos a este tipo de espacio televisivo. Por eso me resulta
extraño que algunos participantes en él, como la dueña del restaurante Zamora,
se extrañen y pongan el grito en el cielo ante la edición televisiva del mismo,
la cual fue puesta en antena hace una semana. ¿Participó la dueña en un
programa que nunca vio como se desarrollaba en ediciones anteriores? ¿Se
embarcó en él sin saber qué tipo de exigencias debía cumplir para que recibiera
los supuestos réditos, tanto formales como monetarios? ¿Vive la dueña en Babia?
Bueno, esto no puede ser verdad, en la zona de Babia se come muy bien, cosa que
en su restaurante parece ser que es imposible.
Dice Paloma, mi pareja, que este
tipo de programas son vejatorios y agresivos para sus protagonistas, que se les
humilla, que se les trata de forma despectiva e insultante la mayoría de las
veces. Esto es cierto, pero, para mí es más peligroso, sobre todo para la salud
mental ciudadana, el que haya una gran parte de la población que disfruta de
este concepto televisivo, lo cual no deja en buen lugar al espectador medio y
manifiesta su baja exigencia ante los productos audiovisuales que se le sirven,
productos que retroalimentan esa mínima exigencia entrando en un bucle
interminable. Los ejecutivos televisivos lo saben y se frotan las manos ante
este low coast televisivo de saldo.
Por tanto, resulta curioso, cuando
menos, que la dueña del restaurante Zamora exteriorice su descontento con el
resultado del programa, señalando a su vez que dicho espacio ha sido editado de
forma torticera y perjudicial para sus intereses. Por sus declaraciones se
intuye que la interesada pretendía, inocente, que el programa se realizara en
su habitual formato pero con las condiciones establecidas por ella, no sé si
esperando inaugurar una nueva época en este tipo de espectáculos o reírse de
los productores del mismo, los cuales no llamaron a su restaurante, sino que
fueron llamados por ella ante la incertidumbre y el poco futuro empresarial de
un local citado, por su culpa, no lo olvidemos, al cierre patronal más pronto
que tarde. En un símil futbolístico, sería como si un jugador llama a un
entrenador para que le fiche pero le impone como condición que el decidirá
cuando entrena y juega. Puro vodevil.
Pero cuando un programa de este tipo
se realiza en tu ciudad, se pierde la lejanía que se da cuando el restaurante a
intervenir es desconocido y, por tanto, en este caso son públicos bastantes
entresijos del porqué de su situación, y más en una ciudad tan pequeña como
esta, donde nos conocemos casi todos. Y resumiendo, los entresijos son los que
salen en el programa, más allá de vejaciones y humillaciones varias que se
pudieran concretar en un programa de esta índole. Un restaurante moribundo que
apenas se mantiene de los turistas veraniegos que se sientan en su terraza
atraídos por un menú barato que luego pagan, vaya si pagan, con el sudor de su
frente y su dolor de estómago, ¡qué cara habrán puesto los que hayan comido
allí y hayan visto la cocina!, y una dueña convertida en la nueva Viriata del
solar zamorano empeñada en que los equivocados son los otros y sin llegar a entender,
en su arrogancia, como su “aterciopelado” carácter y fina compostura
profesional no calan en sus esporádicos clientes.
Aunque su propia soberbia le lleve a
intentar crear un frente contra el programa, ayudada por la dueña vidente de
otro local en sus mismas circunstancias a la que no le gustó que el presentador
se cachondeara de sus autoconcedidas dotes adivinatorias, incluyendo una reseña
en La Vanguardia Digital, ¡cómo está el periodismo!, lo cierto es que el único
arco iris que lucía en dicho local era el irisado sospechoso de sus filetes.
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