jueves, 13 de octubre de 2016

LA EXCURSIÓN DE HAMBRE

          De nuevo en Granada. Quizás reconciliándome con una ciudad que, en aquel olvidado viaje, me opuso la cara más descarnada de ese centro comercial en que se ha convertido La Alhambra: ratera, pícara, bandolera. Y a fe que lo estaba consiguiendo, animado por la lejanía con la que afronté mi visita y el descubrimiento de la parte barroca, renacentista y moderna de la ciudad, antes ajena, pero atrayente, más lógica en su propuesta al viajero, o turista, como prefiráis, y lejos de las hordas fotoadictivas.

            También pudo influir el hecho de que el paseo arrancó con la soledad, relativa, de unas calles todavía no atestadas de turistas ávidos de esa instantánea que, sin alma, certifique su estancia, carta de pago con la que demostrar antes los amigos o conocidos la legitimidad de su ausencia. Códigos rutinarios y tópicos del viaje actual en el que, sin mucha ilusión aparente, me incluyo, uno no puede del todo extrañarse del hábito predominante. Bien es cierto que este viaje estaba trufado de nuevos matices y con una propuesta más cercana y estimulante: descubrimiento, cultura, teatro…, acompañado de gente tentadora y Paloma, mi pareja, a mi lado. Sosiego y tertulia vital despojada del doméstico habitual y una placentera y quimérica laxitud.

            Siguiendo con el viaje, uno no puede sino extrañarse de la enorme cantidad de teterías, kebabs y colmados de seudoproductos andalusíes desperdigados por el casco antiguo de la urbe, como si su pasado nazarí hubiera solapado cualquier otra época histórica que la ciudad hubiera vivido y hubiera quedado anulada por un enorme pastiche con sabor a incienso. Así que, sentado en una terraza de la orilla izquierda del Darro, en su circunvalación de La Alhambra, asistí, ya atónito, a la enésima foto sobre el puente que lo cruzaba y que nunca terminaban de cruzar los fotocazadores, perdiéndose los rincones más allá del mismo, escondidos, esos rincones que requieren aventura y esfuerzo para degustarlos. Mi segunda cerveza seguía reconciliándome con Granada y me solacé con una actuación de ¿música árabe? ejecutada por un grupo de jóvenes más voluntariosos que efectivos, sobresaliendo la joven aporreadora de castañuelas que, más bien, parecía que había descubierto el instrumento aquella misma mañana, tal era el grado de falta de técnica en su ejecución y falta de criterio musical del que hacía gala. Una pena.

            Pero como ya sabéis, si está por estropearse se estropeará y allí sentado, bien es verdad que un poco aturdido ya de tanta melodía árabe, le diré a Moncho que ponga de nuevo a Génesis en el viaje de vuelta, necesitaré progresivo en vena para recuperarme, y ante otra foto en el puente, esta vez de una despedida de soltera, ¡qué se les pasará por la cabeza a estas chicas para creer que pueden quedar bien en una foto de La Alhambra con penes de plástico en la cabeza!, vino el aquelarre.

En la mesa de al lado de la mía, en donde estaba solazándome en soledad viendo el eterno continuo de turistas hacía el Albaicín, aposentaron sus reales dos turistas, creo que inglesas, de mediana edad y rojas como el tomate, con un curso de risoterapia en sus cuerpos manifestado con grandilocuencia y esperpento hacia el resto de los mortales. Tomaron posesión de la mesa, y, por ende, de la terraza entera, y descubrí al fin la causa de tanta extroversión: las jarras de sangría que solicitaron al camarero denotaban que no eran las primeras, yo creo que había desayunado eso mismo, convirtiéndose aquella situación por momentos en un terremoto galopante, brexit ya, que agotó mi paciencia y mis ganas de seguir disfrutando de aquella mañana tan apetecible unas horas antes. Ya sé que no es culpa de la ciudad pero no quise prolongar más aquel estupor y que se cerrara definitivamente mi nueva relación urbana con Granada.

Volveré. Mi relación no terminará hasta que consiga encontrar y acomodar ese paso justo entre lo verdadero de sí misma y ese decorado “sui generis” en que la convierten por mor del turisteo, cuerpos sin alma, deambulantes sin sentido y carentes de ósmosis que les haga volver a casa diferentes.

            Para eso, vete a Benidorm.

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