jueves, 14 de julio de 2016

EL POSTUREO DUAL QUE MATÓ AL VINO

           Que dentro del hábito social de degustación y deleite de los distintos vinos que nos ofrece el mercado hay mucha majadería es algo que todos los días queda corroborado en las múltiples barras de bar y restaurantes de cualquier ciudad en los cuales los distintos aficionados, con tufo de entendidos, disertan cual enólogos consagrados sobre los caldos a escoger y sus características. Argumentan y exponen, cual conferenciantes, la tipología vinícola que matiza su elección y no otra sin caer en la cuenta de que el verdadero sentido de la libación, el más importante, es el de celebración, el de ceremonia y festividad y, por tanto, independientemente de la clasificación experta y versada del vino elegido, este debe estar en consonancia con la relación calidad-precio y con el gusto personal de cada uno, o sea, ¡te gusta o no te gusta, joder! Todo lo demás es caer en el esnobismo más contradictorio y en la afectación más banal y parecer, en definitiva, unos retrasados mentales del copón.

            Esta burbuja vinatera, que nos ha llevado a todos a ser expertos catadores de nuestra ignorancia, críticos sin título de nuestra inopia, limitados a cacarear como papagayos el análisis organoléptico empresarial expuesto en las contraetiquetas de las botellas que caen en nuestras manos, puede sustentarse en el efecto de ósmosis provocado por los distintos jueces y opinantes del mundo del periodismo escrito, los cuales, en sus columnas, lanzan odas triunfales de los caldos que examinan o de los sumilleres de los distintos restaurantes, a quienes también se les solicita su opinión periodística, que ejecutan un vals bien agarrado con el vino ensalzado que, más bien, parece un magreo verbal con final feliz. Orgasmo vitivinícola en toda regla. ¿De verdad que no hay un puñetero vino malo en el mundo de las distintas D.O.?¿Solamente saborean los buenos a priori, con el consiguiente éxito de la cata, siempre por encima del 85 sobre 100 en moneda Parker?

Tengo un amigo que dejó una Asociación de Sumilleres el día que oyó decir a unos de los presentes en una cata organizada, no sé si en calidad de miembro o invitado, que el vino a paladear tenía un regusto o un aroma a cucaracha pisada. ¡Cómo si el interfecto hubiera probado u olido alguna! Hasta este punto llega la grosería académica de querer epatar a toda costa. Por otra parte, la pasión frutal y floral de algunos críticos de vinos llega a tal paroxismo verbal que uno no sabe si están hablando en realidad de un vino, del Ikebana japonés o de un zumo multifrutas de Juver. Pero todo esto, en realidad, viene por los daños colaterales sufridos al leer una sugerencia de un sumiller, del cual no diré el nombre, en el dominical de un domingo atrás de un periódico de tirada local, aunque el dominical en cuestión tenga tirada nacional. Cosas de los grupos periodísticos.

Frases que lo mismo pueden valer para un vino, una ginebra o un caldo de pollo y verduras fueron vertidas cual soflamas certificadas por los manuales al uso del buen catador: “el saludo a la nariz de este vino es franco y sincero…”, “…se pavonea del maravilloso perfume a fina canela…”, “…ríe a base de higos regados con zumo de piña, y en ese zumo flotan cerezas, dados de melocotón, trocitos de nísperos, más higos y piñas y un sinfín de frutos rojos…”(observad la macedonia verbal que se ha preparado el fulano), “…serio y musculoso, exhala bocanadas de chocolate blanco, con gritos respetuosos de naranja sanguina o aromas de viento al correr entre los pinos…”(¡joder, no sé qué decir!¡Dudo mucho!) Pero lo que me dejo definitivamente tonto fue esta frase: “…se abre incansablemente hasta dibujar muebles antiguos, gotas de resina resbalando por la corteza de un árbol, aperitivos de avellanas o incluso un divertido bol de maíz…” Tanta palabrería egocéntrica para dejar en el aire lo más importante: ¿realmente sabía a vino este enjuague bucal, este Mimosín de las barricas? Parece ser que no queda más remedio que elegir entre la ignorancia snob del entendido de barra o la elocuencia hedonista y concupiscente del crítico o sumiller de turno.

         Tal cantidad de extravagante oralidad desmonta la teoría de que el vino no se traga al catarlo. Juraría que este sumiller se lo bebió todo, todo y todo.         

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