Un
ruido ensordecedor despertó bruscamente a los vecinos del pueblo. Era de
mañana, muy de mañana, en esas horas donde despuntan las tenues luces del alba,
y los vecinos, alarmados por el estruendo continuo, el cual se iba
incrementando cada vez más, como si el murmullo sónico se estuviera acercando
desde un lugar lejano, salieron a la calle en tropel. Inmediatamente, casi sin
querer, se fueron suscitando entre ellos los comentarios más variopintos sobre
la procedencia de la insoportable eufonía, un eco metalúrgico, fabril,
industrial, férrico, hasta que por la línea del horizonte se fueron dibujando
la siluetas, todavía algo difusas, que lo provocaban: sobre la carretera que
unía la capital de la provincia con el pueblo, distantes apenas unos
kilómetros, avanzaban como un ejército futurista gigantescos buldozers,
retroexcavadoras, camiones, y, en definitiva, toda suerte de maquinaria pesada
utilizada en las grandes obras públicas, que como dijo burlonamente un vecino,
más parecían los cuatro jinetes del apocalipsis cabalgando hacía el pueblo con
el objetivo de difuminarlo de la faz de la tierra, a lo que otro vecino
contestó, socarrón: - pues sí, pecados no nos faltan.
Al
frente de la comitiva, un coche negro, de alta gama y con los distintivos
oficiales del estado, comandaba tan singular procesión. Pasado el tiempo y el
primer susto, los vecinos, reunidos de forma instintiva en la plaza mayor,
tuvieron al fin ante sus ojos el gran cortejo y, por fin, tuvieron la
oportunidad de ver de cerca a quien iba dentro de aquel vehículo que con tanta
pompa y boato lideraba tan grandilocuente pelotón: era su alcalde, quien
después de saludar con gran entusiasmo a sus atribulados y sorprendidos vecinos
se introdujo en el edificio consistorial cuya corporación él presidia, saliendo
al balcón del mismo con el objetivo de facilitar las explicaciones pertinentes
que dieran a conocer, urbe et orbi, la buena nueva con la que había sido
agraciado el pueblo gracias a sus megalómanas dotes políticas. Subido en el
balcón y micrófono en mano, comenzó su explicación: “queridos convecinos, estas
máquinas que hoy me acompañan, son la avanzadilla de lo que, dentro de poco
tiempo, será la entrada de nuestro pueblo en la plenitud del siglo XXI.
Aprovechando la llegada del tren de alta velocidad a la capital, he conseguido
el compromiso de la ministra de Fomento, con el visto bueno de nuestro amado
Presidente del gobierno, para que se incluyan en los presupuestos generales del
estado una partida con el objetivo de construir un ramal de dicho tren de alta
velocidad desde la capital hasta nuestra villa. Con ello alcanzaremos una
comunicación fluida con la capital y atraeremos poderosas empresa que se
instalarán en nuestros terrenos, convertidos en polígonos industriales,
proporcionándonos el nivel de riqueza que, hasta mi llegada a la alcaldía, no
podíais ni soñar”……
La
voz dulce de la megafonía del tren lo arrancó de su sueño. Sentado en los
mullidos asientos del enésimo tren de alta velocidad que inauguraba la línea
férrea hasta la capital zamorana, esbozó una sonrisa. Acababa de tener la madre
de todos los sueños, la suave epifanía de lo que podría ser su mayor logro en
política, algo que daba sentido a su tendencia por los proyectos mastodónticos,
tendencia que nunca supo explicar muy bien, pero que con este sueño, sin duda
provocado por los grandes histriones de la historia, quedaba justificada en
toda su extensión. Aunque, pensándolo bien, tampoco sabía muy bien qué hacía
allí.
¿Por
qué a él, que no ocupaba un puesto político publico que tuviera una referencia
cercana con el tren de alta velocidad, su cargo actual estaba dentro de la
esfera privada del partido y el municipio del que era alcalde no quedaba en la línea
férrea a inaugurar, se le había invitado a tan suculento banquete de vanidades?
La ministra de Fomento, una versión 3.0 de Paseando a Miss Daisy, quizás lo
había seleccionado como una especie de chofereso o guía ferroviario, o
solamente era la natural propensión de su partido a convertir en un hecho
político privado lo que no dejaba de ser algo público y de todos. En cualquier
caso, el viaje le había proporcionado uno de los placeres más intensos jamás
experimentados.
“Un ramal de alta velocidad a Casaseca de las Chanas. No
iría nadie, sería un auténtico despilfarro, sería deficitario, pero quedaría
tan bonito en mi curriculum politicae”.
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