Es incuestionable que
el reciclado de residuos es una parte fundamental para la pervivencia del medio
natural, tanto el más cercano, aquel que disfrutamos todos los días como parte
de nuestro propio yo o como parte de nuestra propia circunstancia vital, como
aquel tan lejano que no consideramos que su degradación física nos afecte, a
veces por cuestiones de desconocimiento y a veces por cuestiones de pura
ignorancia. Es innegable pensar que esas pequeñas acciones que todos podemos
realizar, separación de residuos, utilizar medios de transporte público, etc,
son ineficaces ante el grado de contaminación que se ve en los medios provocado
por las grandes empresas y conglomerados industriales y ante los que parece que
no existe ningún poder político que les pueda oponer ninguna traba cuando en
multitud de casos sería justo sospechar la connivencia entre unos y otros.
Sin
embargo, también cabe señalar que este es un caso de asimilación, aceptación e incorporación
al ejercicio vital y personal que, como muchos otros, debería empezar desde
abajo, desde nosotros mismos, para poder exigir a los gobiernos una mayor
diligencia en este tipo de asuntos en los que, valga la redundancia, nos
jugamos el tipo. Por ahora el nuestro y dentro de poco, si no es ya, el de las
generaciones futuras.
Todo esto viene a cuento del
desarrollo de una escena que vi hace días y que me quedó totalmente perplejo.
Enfrente de la casa familiar existe el tipo de contenedor de basuras clásico,
el verde marrón de toda la vida, aquel que se reconoce porque está siempre
lleno de mierda y con la tapa rota o desvencijada. Pues el día en cuestión
salía por la puerta del portal, después de una visita a la familia, cuando una
vecina de una casa contigua se dirigía al citado contenedor con tres bolsas de
basura de un tamaño similar. El caso es que este hecho tan natural captó mi
atención, no sé por qué, algunas veces la mente dirige su atención a las cosas
más insospechadas llenando mi disco duro cerebral de información carente de
interés. Cosas de la dispersión. Tuve tiempo de fijarme en el contenido de la
primera bolsa de basura que estaba introduciendo en el contenedor y, así me
pareció a mí, su contenido correspondía a lo que se denomina residuo orgánico.
Hasta aquí todo correcto, pero cual no fue mi sorpresa al verle actuar con las
otras dos bolsas de basura.
Antes de todo, en este momento del
relato hay que reflejar que a menos de setenta y cinco metros, metro arriba
metro abajo, existe una batería de contenedores soterrados que incluyen
depósitos para cualquier tipo de residuo, bien es verdad, que muy dados a la
monumentalidad en esta ciudad al oeste del oeste, muchas de esas baterías se
han colocado en las inmediaciones del afamado románico zamorano o en los pocos
paseos o plazas con encanto que quedan. Aunque bien mirado puede ser una nueva
experiencia de fusión entre el pasado y el presente, aunque chirríe por los
cuatro costados y, en considerables ocasiones, estropee la foto del turista de
turno, que se ve incapaz de captar la imagen sin el contenedor allí en medio.
Frikada a la zamorana, como los urinarios portátiles en la fachada de la
iglesia de San Juan, del siglo XII, en cualquier evento en la Plaza Mayor.
Pues bien, en este estado absurdo de
las cosas pensaba yo que la vecina retrocedería unos pasos e iría a depositar
las otras dos bolsas de basura en los contenedores especificados para ello, ya
que había observado que una contenía envases de plástico y cartones de leche,
de hecho llevaba en la mano una garrafa de cinco litros de aceite, y la otra
contenía papel. Pero ¿qué conjunción catastrófica de astros ocurrió en ese
momento, ¿qué trágica desestabilización del cosmos, de las leyes del universo, aconteció
para que la buena señora depositara las dos bolsas restantes en el mismo
contenedor de residuos orgánicos?
Llevo pensando varios días en esto y
no se me ocurre una explicación plausible. A veces pienso que a la mujer le
venció la pereza de tener que recorrer un trecho más arriba para depositar el
resto de residuos, vencida por la vaguedad intrínseca del ser humano. A veces pienso
que, como indicaba en el comienzo de esta disertación, le saltó un resorte en
el cerebro y se preguntó si, realmente, su gesto iba a servir para algo. A
veces pienso que a esta persona no le ha llegado la información completa sobre
la forma de reciclar los residuos domésticos y solamente le llegó la primera
parte, la de la separación de los mismos, sin que luego sepa que hacer con ellos.
O, simplemente, le importe un pimiento todo y, haciendo de su capa un sayo,
separe y una en un comportamiento significativo de libre albedrío ciudadano,
linaje abundante por la polis, ya que dan ganas de llorar por la poca
conciencia ciudadana sobre este tema. Solamente hay que fijarse en los
depósitos de los contenedores.
Así que al final he llegado a la conclusión, más absurda
pero más bonita, de que la mujer es en realidad una física experimental del
doméstico residuo que a fuerza de repetición cuántica ha dado el paso decisivo
en la búsqueda de la fusión de la materia: fisión para empezar, separación,
expansión, para una vez realizado el proceso, con la consiguiente producción de
calor, obtener la fusión de la materia residual en el contenedor de neutrones
y, a semejanza de la aceleración de la nave Enterprise, teletransportar la
materia oscura, mejor dicho marrón, al infinito, ese vertedero de quimeras,
falsas esperanzas, y, desde este momento, basura vecinal.
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