Reafirmar una aparente
madurez con arrebatos de un supuesto criterio imparcial, no consigue disimular
el hedor a chantaje que el pretendido raciocinio asambleario provoca.
Condicionar las decisiones a los gustos e intereses de todos es una quimera difícil
de satisfacer, más cuando éstos solamente afloran en las situaciones que se nos
vuelven desfavorables, nos pillan a contrapelo y ponen en entredicho el
ejercicio de compromiso que, sutilmente, hicimos creer a los demás que existía.
Los continuados y arbitrarios vuelcos en los comportamientos provocan la
insatisfacción general, aparte de impedir el correcto funcionamiento grupal y
la consecución de sus objetivos sistemáticos.
El verdadero equilibrio entre
exigencias, la que se pretende de los demás en sus distintas formas: individual
y colectiva, para con nosotros y la que se está dispuesto a soportar en virtud
del débito aceptado de forma inherente cuando dijimos sí al ofrecimiento, no
puede vencerse de forma sistemática hacía el lado del antojo, con la extraña
pretensión de imponer formas y valores de regulación que no se demandan cuando
los posibles resultados no nos son favorables. Cabría preguntarse en ese caso
si de verdad se actúa de forma similar cuando se suceden situaciones equivalentes,
si la responsabilidad personal es la misma, si nos conducimos con la misma “dignidad”
ante el oprobio.
Todo este tipo de situaciones tensan
las relaciones personales y grupales y enturbian y debilitan los hilos que, de
forma difusa y apenas perceptible, engarzan y mantienen unidas a las
colectividades. Ofrecer para que te ofrezcan debería ser una premisa
fundamental en el comportamiento de los diversos elementos de un conjunto. La
arbitrariedad como fórmula de decisión nunca puede ser el eje sobre el que
pivote la jerarquía y el respeto que se pretende conseguir. Y más, cuando el
único contrato existente es la voluntad personal de estar, ya que nadie fue
obligado a incluirse y nadie está obligado a permanecer. Si es así, es que no
se ha entendido nada.
Porque, queda claro de antemano,
nadie es imprescindible. Y si alguien parte de dicha premisa, es que su crecimiento
personal va por el camino equivocado. Sentirse continuamente agraviado es
síntoma de debilidad y formula, con exquisita presentación gráfica, el grado de
puerilidad que todavía vetea el proyecto, mínimo todavía, de crecimiento íntimo.
Establecerse en el escalón superior exige aceptar las reglas del juego del mismo,
y por esa máxima, no se puede jugar en esa liga con las reglas más
condescendientes del escalón inferior que se pretende dejar atrás.
Una forma de iniciarse en esa
andadura sería fijarse en los comportamientos de los demás ante análogas
circunstancias. Sus resultados, sus razones, su ponderación de los múltiples contextos
a tener en cuenta. La experiencia es un grado y no una rémora, como algún ímpetu
juvenil cree. Y sobre todo, el grado de compromiso adquirido con los años y su
proyección al exterior. Sus esfuerzos y sacrificios, bastante mayores que los que
supuestamente hacen los oligarcas de la insatisfacción, pueden ser un buen
reinicio. Colocar en último lugar, de relleno, la responsabilidad a la que nos
comprometimos de forma voluntaria, “siempre que no haya otra cosa mejor que
hacer”, proyecta una visión tóxica de la actitud, de la aptitud no hablamos.
La continúa insatisfacción por cualquier formulación
teórica o práctica que se presente y el excesivo vedetismo conceptual declarado
de forma pretenciosa pueden suponer que la velocidad no sea igual al espacio
partido por el tiempo o que el cansancio en los demás sí sea igual a la masa por la aceleración.
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