lunes, 1 de junio de 2015

LAS CONDESITAS DE BELFLOR

              Reafirmar una aparente madurez con arrebatos de un supuesto criterio imparcial, no consigue disimular el hedor a chantaje que el pretendido raciocinio asambleario provoca. Condicionar las decisiones a los gustos e intereses de todos es una quimera difícil de satisfacer, más cuando éstos solamente afloran en las situaciones que se nos vuelven desfavorables, nos pillan a contrapelo y ponen en entredicho el ejercicio de compromiso que, sutilmente, hicimos creer a los demás que existía. Los continuados y arbitrarios vuelcos en los comportamientos provocan la insatisfacción general, aparte de impedir el correcto funcionamiento grupal y la consecución de sus objetivos sistemáticos.

            El verdadero equilibrio entre exigencias, la que se pretende de los demás en sus distintas formas: individual y colectiva, para con nosotros y la que se está dispuesto a soportar en virtud del débito aceptado de forma inherente cuando dijimos sí al ofrecimiento, no puede vencerse de forma sistemática hacía el lado del antojo, con la extraña pretensión de imponer formas y valores de regulación que no se demandan cuando los posibles resultados no nos son favorables. Cabría preguntarse en ese caso si de verdad se actúa de forma similar cuando se suceden situaciones equivalentes, si la responsabilidad personal es la misma, si nos conducimos con la misma “dignidad” ante el oprobio.

            Todo este tipo de situaciones tensan las relaciones personales y grupales y enturbian y debilitan los hilos que, de forma difusa y apenas perceptible, engarzan y mantienen unidas a las colectividades. Ofrecer para que te ofrezcan debería ser una premisa fundamental en el comportamiento de los diversos elementos de un conjunto. La arbitrariedad como fórmula de decisión nunca puede ser el eje sobre el que pivote la jerarquía y el respeto que se pretende conseguir. Y más, cuando el único contrato existente es la voluntad personal de estar, ya que nadie fue obligado a incluirse y nadie está obligado a permanecer. Si es así, es que no se ha entendido nada.

            Porque, queda claro de antemano, nadie es imprescindible. Y si alguien parte de dicha premisa, es que su crecimiento personal va por el camino equivocado. Sentirse continuamente agraviado es síntoma de debilidad y formula, con exquisita presentación gráfica, el grado de puerilidad que todavía vetea el proyecto, mínimo todavía, de crecimiento íntimo. Establecerse en el escalón superior exige aceptar las reglas del juego del mismo, y por esa máxima, no se puede jugar en esa liga con las reglas más condescendientes del escalón inferior que se pretende dejar atrás.

            Una forma de iniciarse en esa andadura sería fijarse en los comportamientos de los demás ante análogas circunstancias. Sus resultados, sus razones, su ponderación de los múltiples contextos a tener en cuenta. La experiencia es un grado y no una rémora, como algún ímpetu juvenil cree. Y sobre todo, el grado de compromiso adquirido con los años y su proyección al exterior. Sus esfuerzos y sacrificios, bastante mayores que los que supuestamente hacen los oligarcas de la insatisfacción, pueden ser un buen reinicio. Colocar en último lugar, de relleno, la responsabilidad a la que nos comprometimos de forma voluntaria, “siempre que no haya otra cosa mejor que hacer”, proyecta una visión tóxica de la actitud, de la aptitud no hablamos.

            La continúa insatisfacción por cualquier formulación teórica o práctica que se presente y el excesivo vedetismo conceptual declarado de forma pretenciosa pueden suponer que la velocidad no sea igual al espacio partido por el tiempo o que el cansancio en los demás sí sea igual a la masa por la aceleración. 

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