Desde luego, no a todos les
satisfacía aquella reunión. Puede que algunos de los allí presentes hubieran
olvidado la difícil situación que meses antes se había producido con aquellas
manifestaciones pronunciadas al desaire traídas hasta nuestros oídos por el
boca a boca, ya que nunca nadie los implicados dio la cara en aquel asunto, o
por el contrario, quisieran pasar una página complicada que conlleva toda
evolución. Estoy seguro de que aquéllos que lo provocaron ni siquiera fueron
conscientes de la crítica situación que originaron y la consecuente y
preocupante propagación hacia el exterior del núcleo de lo que, sin duda, era
un ¿conflicto? de intereses interno, o no, simplemente una nueva forma de
entender nuestro mundo.
De hecho, cierto runrún corrió
por los círculos más cercanos, algunos de éstos con satisfacción mal disimulada
esperando en vano la culminación de su agorero vaticinio postrero. Sin embargo,
parte de nosotros no podíamos dejar de pensar en cuan poco está valorado el
recuerdo, ese recuerdo que deja marca, cicatriz visible del mal trago pasado. Y
sobre todo lo natural que le resulta a cierto tipo de personas convivir con la
doble condición de ser partícipes del origen del caos y de la naturalidad de,
transcurrido el tiempo, transformar su conducta hasta llegar al “no pasa nada”.
Ni siquiera una disculpa, un “lo siento”, un “no tenía razón”. Pero nada,
comportarse como si jamás hubiera existido el riesgo, esperando con la faz de
la esfinge que todo quede en el olvido.
Ni siquiera el voto de confianza
desde del hastío de los largos años programados. Poder desterrar el conocimiento
repetitivo circulando hacía la nada, hacia cierta inacción visual. Ni siquiera
el voto de la confianza de la experiencia, la experimentación estética y
evolutiva de lo atávico hacia un nuevo posicionamiento lúdico. Ni siquiera una
alternativa dialéctica a la proposición expuesta salvo el abandono amoral del
compromiso adquirido, la huida perdedora de la ignorancia. El miedo a lo nuevo,
ese miedo que actúa como pegamento de la rutina, que no les deja probar una
nueva exposición provocativa y que los sume en la mediocridad y la incapacidad
para iniciar un nuevo aprendizaje hacia, quizás, lo desconocido.
Con el tiempo sobrevuelan los
cometas alrededor de la ilusión renovada. Cada uno a su ritmo, es verdad.
Algunos describen sus órbitas elípticas en un itinerario que les lleva a ser
avistada su presencia tras un largo periodo de tiempo. Algunos orbitan de forma
más frecuente, aún así, unos y otros trascienden ya muy poco con su núcleo,
cansado éste de enfocar su poder gravitatorio sobre cuerpos tan difusos, tan
carentes de masa, de silueta comprobable. Otros solamente muestran su caro
contorno en los ocasionales choques que dan lugar al eventual aquelarre
celebratorio de supuesta alcurnia. Bosones de Higgs de aletargada y vaga
intención.
Aún así, la masa del núcleo no
se modifica ante este desequilibrio sustantivo, se retuerce y se recoloca en
cada disminución en el índice masivo de presencias estelares. Por necesidad e
intención se configura más densa y cualitativa en su voluntad existencial.
Acaso ya no sea nutricionalmente productiva tanta fatiga de atracción quimérica
y sea, finalmente, propicia la ocasión para la transformación orgánica del
cuerpo sustentador. Quizás un adiós definitivo alimente más el espíritu que un “de
vez en cuando”.
Ahora, infiltrado el núcleo de
futuro, que ha mitigado los dolores de tanta articulación gastada por el
tiempo, abocada como estaba, sin remedio, a la nostalgia de un tiempo pasado ya
perdido, luce una y otra vez, pero en este momento desde la certeza que dan ya
las ausencias definitivas, las que forman parte, no ya de la opción de los
ausentes, sino de quién ya definitivamente no espera. Ya no hacen falta, la
propia dinámica los ha sustituido. Y no se nota.
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