Sentado en aquella terraza, en una
mañana luminosa y clara de un verano que paso a paso caminaba en dirección a su
crespúsculo estacional, sus pensamientos divagaban sobre lo sorprendente y
efectista que es el recuerdo y como, cuando parece que anida en el más profundo
de los olvidos, reverdece y se muestra brioso y peleón a la más mínima ocasión
que se le presenta. No necesita grandes estímulos o incentivos, sino que, como
la pequeña chispa que provoca un gran incendio, una palabra le basta, un olor,
una imagen, para acometer con rudeza en el ánimo desprevenido.
Después de tanto tiempo, su
imaginación le llevaba a revivir un pasaje de su vida que creía aceptado,
asimilado y superado, pero aquella frase recogida al revuelo de un comentario
ajeno la noche anterior, al que, sin embargo, apenas estaba prestando atención,
pero que se le clavó en el consciente con la facilidad con la que el cuchillo
de carnicero se clava en la carne roja de la res muerta y la desgarra sin ninguna
oposición, removió los frágiles cimientos de un pasado que no pudo ser. Ni
siquiera la eterna prórroga temporal que sucedió a aquel fracaso pudo enmendar
la sensación de derrota que siempre lo acompañó. O puede que esa prórroga fuera
el elemento contraproducente que condujera, a modo de circunstancia persistente,
a su constante e interminable homilía de desamor.
Incluso aquella leve alusión
nocturna era capaz de hacerle revivir en este presente matinal de forma tan
categórica su recuerdo que se sentía trasladado en su Babia actual hacia el
mismo escenario, ya destartalado, de su antigua e histriónica representación.
O, acaso, el actual escenario era el mismo. Desde su mirada perdida en algún
lugar de otra realidad, desde su atalaya vislumbraba en la lejanía los campos
ya desprovistos de su rotacional cultivo, sembrado en los meses en los que la
promesa de una abundante cosecha hace menos gravoso, o al menos lo parece, el
trabajo que conlleva. Aduanas de vegetación rastrera y verticales chopos,
todavía cargados del frondoso primerizo, separaban aquellos campos que se
sucedían hasta la línea del horizonte formando un ajedrez rural en el cual no
existen los blancos y los negros, reyes y reinas, peones o caballos, sino las
aceitunadas y pajizas tonalidades correspondientes a la promesa inicial y la
certeza final del juego con el tiempo, ese elemento tan incierto y aventurado.
Aleatoriamente, sin avisar, se cruzaba de vez en cuando ante su mirada algún
artilugio destinado a las labores agrícolas de este tiempo de estío y pensaba
si no sería el auriga que lo gobernaba el mismo que asistió, en aquel mismo
lugar y en el aquel mismo tiempo, a su primera desazón y que, desde su privilegiada
torre de vigía, formulaba con la mirada preguntas sobre la sinrazón repetida, preguntándose
sobre si su presencia extraña estaba obligada por la angustia caprichosa de un
extraño personaje lejano al que no tenía el gusto de conocer.
¿Sería arriesgado preguntarle, aunque
fuera a voces sin llegada ni respuesta, voces que no oirá jamás, si es el mismo
tiempo y la misma circunstancia aquella que, avanzada en un tiempo no tan
lejano, brota en el presente como si un agujero de gusano hubiera conectado los
dos instantes en el espacio temporal? De hecho, reflexiona, se lo está
preguntando así mismo, superpuesto su yo con el de su interlocutor imposible.
Si ya no es el mismo, si ahora no es más que el resultado de tantas cicatrices
y heridas abiertas, no tendría sentido esperar que provocara en él la noticia
recibida la misma sensación de ausencia que le produjo la vez anterior. Y
aunque sabe que no siente lo mismo, su tendencia a la melancolía le arrastra a
revivir de la misma forma el suceso repetido, con la engañosa percepción de
poder regresar a aquel tiempo que quedó varado, inmóvil, en el gran contenedor
de atávicos presentes de una época que creía superada.
La terraza veraniega en la que
lleva sentado ya una, ¿o dos? horas, el tiempo forma lapsus de incontrolable e
imposible concreción cuando la memoria decide viajar hacia coyunturas pasadas o
formalizar representaciones de futuro que nunca sucederán, se ha ido llenado
con paseantes inconcretos, como son todos los paseantes de un mes en el que
parece, seguramente es así, que nadie es de donde es, como si un organizador
universal hubiera dado la orden de suplantarnos los unos a los otros en
cualquier lugar del mundo. Viajeros sin rumbo coleccionando instantes fugaces
que irán a parar al cajón del olvido y que solamente quedarán en el libro de
anotaciones viajeras para alardear ante los demás de lo mundanos que somos. El
camarero va y viene en interminables recorridos circulares desparramando aquí y
allá los pedidos, al por mayor, que los ocasionales y cansados visitantes le
demandan, en esta posta donde recomponer un poco la figura y aliviar momentáneamente
la rutina pedagógica de tanta información recibida, como si, de repente,
estuvieran produciendo su efecto de ablución los supositorios culturales que de
forma indiscriminada nos autorecetamos en
cualquiera de estos viajes de afirmación turística.
Allí, en el centro de aquel
caos vacacional, con sus gritos, sus risas y sus sudores, su figura se va
diluyendo poco a poco hasta formar un todo con los elementos subyacentes que lo
acompañan. Escultura realista de alguien que ya no es él sino el postrero
resultado de algo inconcluso, algo que debió finalizar hace ya mucho tiempo. El
camarero que, durante su soledad inicial en la terraza, nunca reparó mucho en
su presencia, salvo para preguntarle por su deseo líquido de aquella mañana,
retuerce su mirada cada vez que pasa a su lado en sus múltiples volteretas
laborales de idas y venidas. Lo mira con sorpresa, como algo de lo que nunca
tuvo conciencia de estar allí, como si su presencia fuera una fugaz quimera del
abandono, un accesorio innecesario. ¿Acaso hemos puesto una figura en la
terraza a modo decorativo chic, como se engalanan las ciudades en la
actualidad, y lo he olvidado?, se pregunta. En cualquier caso, desde su rigidez
escultural, se avecina a aventurar que no pasará mucho tiempo antes de que el
camarero vaya hasta su ubicación y, en ese caso, ¿qué hará? ¿Permanecer? ¿Huir?
¿Claudicar?
Pero como comprenderlo todo.
Puede que el hecho de que cada uno de nosotros esté hecho de inacabables
ausencias derive, en definitiva, en la cualidad de ausentes vitalicios con la
que nos relacionamos con los demás, con la que fingimos vivir una vida llena de
interacciones que no son más que la medida de nuestra soledad. Burbujas
emocionales que se evaporan al menor contacto con otra. Y en ese caso, no
deberíamos afligirnos por la ausencia del otro sino por nuestra propia ausencia
con el otro, esa simetría bidireccional que nos impide perdurar en el tiempo,
volviéndose lejano y siempre frágil cualquier conato emocional contractual. Y
si no hay aflicción tampoco debería haber duelo y, por lo tanto, esta prórroga
temporal en la que sin saberlo estaba sumido nunca tuvo motivo para no
terminar. Porque cuando todo ocurrió, también se ausentó él, aunque volcara
toda su pérdida hacia el exterior, provocando una dilatación temporal y
emocional que, en realidad, no era más que una posición efectista para
justificarse ante si mismo.
Ahora comprende que aquel
comentario recogido al vuelo no fue más que el pitido final de un contratiempo
que se volvió demasiado extenso. Que la persona que lo lanzó sin conocer el
alcance de su significado no fue más que el mediador entre dos ausencias
contrapuestas, una definitiva y otra, la suya, por fin absoluta. Ya no piensa
que lo siente, sino que siente la libertad de quien si preguntar se hizo dueño
de lo prohibido y, de un modo rotundo, se ha deshecho de ello. Ligero de un
bagaje que no le pertenecía, su declive postrero ha recuperado la dignidad
abandonada a un encadenamiento individual, malsano y ficticio por miedo a la
soledad. Quizás esté viviendo en diferido el final que ya ocurrió y que él no
supo ver o no quiso ver, pero, aunque sea tarde y el tiempo nunca de segundas
oportunidades de ser vivido de otra manera, se percibe con la fragilidad de lo
nuevo, de lo inicial, una cura fortuita de amplio espectro sentimental y
emocional.
El camarero, después de
desembarazarse de la tumultuosa manifestación turística, finalmente se acerca y
le pregunta si desea alguna otra cosa. Con la sonrisa boba en la boca de quien
ha puesto colofón a la eterna partida que ha jugado solo y ha descubierto, por
fin su sitio, está a punto de responderle que “una copa de olvido”. Pero se
retrae y pide un buen vino, de dos años en barrica, los mismos que pasó ebrio
de ceguera. Se lo bebe lentamente, de un trago largo, paladeando todo su sabor,
su cuerpo, su aroma y se levanta. Ha comprendido que ya no desea seguir sentado
sin nadie a su lado y perfila su horizonte con la vaga sensación de no tener
pasado.
Echaba de menos estas historias.
ResponderEliminarDe vez en cuando se agradece que dejes de lado la política y las noticias actuales para llevarnos, a tus asiduos lectores, a lugares, momentos, personajes,... que quizá no hemos vivido, sentido, conocido...pero que hacemos nuestros cada vez que los leemos.
Un saludo y disfruta.
Noe
Estas historias nacen de repente, no avisan, van y vienen cuando ellas quieren, por eso los tiempos de silencio entre cada una de ellas. Pero nunca dejaré de contarlas cuando ellas me lo demanden. Un saludo.
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