Los
días pasan y cada vez son más crueles. La guerra, acción preventiva la llaman
los hipócritas de la agresión, se ceba con los más desprotegidos, como casi
siempre, y su cruenta realidad hace vomitar de asco a la inteligencia, a la
condición humana del hombre y a su ¿evolución? Ayer fueron siete niños, todos
de la misma familia, los que fueron ejecutados sumariamente y sin posibilidad
de defensa. En otra vivienda ahogaron de muerte a otros cinco. Otros cuatro
murieron entre las ruinas de un hospital bombardeado por los elegidos de Dios.
Y yo me pregunto: ¿de qué estúpido Dios? No, no se matan entre ellos, entre los
que viven de esa posibilidad como forma de trabajo, sino que en su
esquizofrenia militar identifican los edificios civiles, los hospitales… allí
donde bulle la vida o se intenta recuperarla, como las amenazas más visibles
contra su honor y su hombría de adictos a la muerte.
¿Y esta Europa que hace? Sus
representantes abogan en sus manifestaciones públicas por el derecho a la
defensa, pero en este caso, ¿quién tiró la primera piedra? ¿Quién dejó el
derecho de todo un pueblo, el palestino, a vivir en la tierra de sus
antepasados a merced de un supuesto derecho religioso, por el mismo motivo,
contenido en un libro sagrado? A veces pienso que para este mundo occidental
todas estas calamidades ajenas, en cualquier parte del mundo, se viven, desde
la comodidad del bienestar, como si fuera un juego de rol en el que no existen
víctimas reales. Sus declaraciones sobre la defensa proporcional y el respeto a
las reglas del derecho internacional humanitario son solamente brindis al sol y
actos de contrición farisea. ¿Acaso van a hacer algo, imponer sanciones, a los
que las están incumpliendo? Pero lo más aberrante es que se acepten reglas
sobre la cantidad y calidad de la muerte de inocentes, sobre su proporcionalidad
y resultado.
Y por supuesto, me niego a aceptar que deba
contener mi rabia por esta macabra actualidad, en contraposición por lo
acaecido antaño durante el Holocausto y La Segunda Guerra
Mundial. En mi nombre no se puede utilizar esa patente de
corso, parece ser que dada de por vida, para usarla como argumento omnipotente
ante el resto de mundo y justificar todas las barbaries. Puedo entender el
dolor de lo sucedido durante ese periodo, el horror de los que lo sufrieron la
sinrazón consentida, pero no se puede intentar inocular ese sentimiento de
culpa de por vida y aprovecharse eternamente de ello. En mi nombre, ¡NO! Hoy se
han bombardeado los edificios de dos cadenas de información (ocultar la
masacre), un edificio de la O.N.U. utilizado como refugio de civiles (¡qué gran
amenaza!) y varias mezquitas (¿a fin de cuentas, el verdadero origen de todo?).
Hoy ya son más de 600 los palestinos muertos, ¿es esa la línea de crédito que
se solicitó? ¿Qué límite tienen abierto en el banco del remordimiento europeo
ajeno? ¿Hasta completar seis millones?
Me niego a soportar este chantaje
emocional histórico. Porque aquello pasó, sí, pero se supone que aprendimos la
lección de que algo, ni siquiera parecido, debe volver a ocurrir. Pero en este
momento de lo que se trata es de no enlazar unos actos con otros y ver de forma
objetiva los hechos de ahora mismo. Y esto nos lleva a muros y alambradas que
conforman guetos, usurpación de bienes muebles e inmuebles, aniquilación del
hecho inmaterial de ser, bloqueo económico, miseria, negación de futuro. ¿A qué
nos suena todo esto? Dejemos que sean los pueblos, y no sus dirigentes y
militares, quienes tomen las riendas de su propio destino como única formula
para terminar con esta maquiavélica trama de la que se empeñan en vivir quienes
tienen su corazón tan negro como sus razones para justificar sus vengativos actos.
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