Cabalgan a menudo a lomos de un
caballo desbocado llamado tiempo desprovisto de toda mesura y cordura, botando
y rebrincando de forma estrepitosa y solamente asidos por apenas unas bridas de
intención mal disimulada. Cual rodeo de mesiánicas apariencias, son expulsados
de su seno una y otra vez y una y otra vez vuelven a subirse sobre su grupa
magullados sobre llovido y encallecida su piel de tanto contratiempo. Bareman
su duración en función de sus expectativas y añaden sin querer, o queriendo,
nuevos postulados a las leyes que lo sustentan, convirtiéndose de facto en
físicos de mesetaria condición. Aquí, en esta tierra de ostracismo, donde dicho
tiempo se ralentiza y desaparece en el agujero negro del endogámico olvido en
el que pretenden reinar.
Pero, acaso, no entienden que
la duración real del tiempo no es más que un espejismo. Es el interlocutor, o
los interlocutores, quienes dan la medida del tiempo que se les presenta, de la
eventual representación de lo propio y su proyección ante los receptores de su
interlocución. Porque nada es demasiado largo o demasiado corto en función de la
supuesta temporalidad lineal que lo cobija, de la supuesta catalogación inicial
por su parte, sino sobre la capacidad de provocar en los demás la emocionalidad
que dicho tiempo conlleva, de su carga de contenidos, de su densidad, capaz de
sustituir la medida rígida del devenir circular de su proyecto en un
caleidoscopio de sensaciones que amasen y rompan las reglas establecidas de la
durabilidad.
Es ahí, en ese momento, cuando
el espectador se convierte en el único juez legitimado para decidir la duración
sensorial de lo mostrado. Porque nada ni nadie, a priori, es concreto. Porque
cinco horas no son largas cuando hubiéramos pasado el doble con Mario. Porque
nueve semanas y media no son largas cuando hubiéramos pasado el doble con esas
interminables piernas de sedosa provocación. Porque no se entiende la esencia
en frascos pequeños, sino la tenencia de esa esencia ya que el continente, por
pequeño que sea, no hace elixir a lo que en esencia es vulgar por definición. Y
porque el verdadero valor está en el flujo simétrico, en la ida y en la vuelta
entre la proposición y la reacción, en la interacción entre los dos tiempos: el
que proponemos a los demás y el que sienten los demás ante nuestra proyección
temporal.
Porque esa muestra temporal
que, tú en concreto, visualizas ante el espectador, y que consideras nueva,
puede envejecer alarmantemente ante la inocuidad de lo que acontece. Porque esa
muestra temporal, sin el ropaje adecuado, sin la representación envolvente que
lo enriquece, puede ser tan directa que, como el bullir intenso de la
efervescencia fugaz que comienza y termina en si misma, desaparezca sin dejar
el menor rastro de recuerdo en los destinatarios de tu intención; quizás porque
su arterioesclerotizada rutina como espectadores impida cualquier otra
proposición, nutriéndoos mutuamente en la rigidez decadente del inmovilismo
ancestral.
Por eso es necesaria, casi
exigible, la aceptación de cualquier tiempo como medida, como ajustado
envoltorio de la creación y presentación ante los demás. Porque al igual que en
un cuerpo esférico a veces la línea recta no es el camino más recto cuando
iniciamos el viaje, es preferible curvar el camino, la propuesta, para llegar antes y con mayor poso
posicionando nuevos conceptos ante algo ya evidente y anciano.
Porque
dos horas y media pueden ser mucho, quizás, pero un hora puede serlo también,
sobre todo cuando no se tiene mucho que decir. O lo que se dice es lo mismo de
siempre.
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