Han
pasado ya muchos años desde que este país, todavía llamado España, con
mayúscula, no siendo que con la nueva ley me tachen de ofender a la patria,
accedió a la democracia entre promesas y cantos de libertad. Años en que,
mirándonos al espejo de una Europa que llevaba décadas practicándola,
intentamos ponernos al día en esto de convivir los unos con los otros respetando
sus ideas o, mejor dicho, su derecho a tenerlas. Bien es verdad que unas veces
mejor y otras peor, pero siempre bajo el prisma de poder acceder al club de los
países progresistas y en los cuales los ciudadanos tenían algo que decir en
esto del gobierno de la nación.
Sin
embargo, durante estos años de nuestra puesta al día, el espejo en el que nos
reflejábamos fue variando su singladura derivando sin complejos hacia una
Europa teñida de economía y de mercados, que fueron suplantando la esencia con
la que se construyó. Los años de gobiernos orientados hacia la democracia
social, el bienestar, la educación y el progreso humano, de gobiernos de
puertas abiertas hacia el mundo, de mezcla y crecimiento basado en la
sostenibilidad ciudadana, fueron barridos por políticas conservadoras,
excluyentes para con los de fuera y, posteriormente, para parte de los de
dentro.
España que, como siempre, ha llegado históricamente tarde a casi todo, fue
desarrollando su modelo intentando conjugar su nuevo estado de libertad con las
políticas, ciertamente reaccionarias, que habían ido infectando el modelo de
convivencia europeo. Algo así como se forman las barajas de cartas de los bares
de barrio: cada una son de su padre y de su madre. De esta manera, nos hemos
plantado en la segunda década del siglo XXI con una democracia caduca,
obsoleta, vieja, por la que parece que haya pasado mil años y con unos serios
problemas de funcionamiento que desajustan su engranaje y encienden el
testigo luminoso de fallo de sistema.
Y
a fuerza de no querer ser nosotros mismos, imitamos cual monos de feria
cualquier acción de nuestros amos y lo convertimos en dogma, llevándolo más
allá de cualquier atisbo de razón con el objetivo de ser aceptados por la
mayoría mafiosa y criminal que dirige los destinos de esta Europa, antaño faro
de pensamiento y progreso. Decisiones de guerra total al estado solidario,
pero, a veces, pequeños ataques más propios de guerra de guerrillas, que van
minando el progreso conseguido y la confianza de que en un futuro recobremos lo
perdido.
Pequeñas
modificaciones en las leyes que, en realidad poseen un alcance mayor del que
creemos, y que nuestra conformidad, nuestra desgana o nuestra estulticia, hace
que adquieran carta de naturaleza y se consoliden en nuestra legislación. Hoy
es un pequeño copago, pero que significa la quiebra de derecho a una sanidad
universal y gratuita que ha sido modelo para otros países. Hoy es una pequeña
tasa judicial, pero que significa la exclusión del derecho de defensa de la
mayor parte de la ciudadanía y la entrega del poder judicial en manos de
quienes nunca aceptaron que todos somos iguales ante la ley. Hoy es una pequeña
modificación de la ley de seguridad ciudadana, pero que significa dejarla en
manos privadas y ser detenidos e identificados por guardias jurados sin los
mínimos conocimientos, algunos sin ni siquiera los estudios mínimos. Hoy es una
pequeña modificación en la ley de prestación sanitaria, pero que deja fuera del
sistema a los más desfavorecidos, precisamente a los que más habría que
proteger si, como emigrantes que fuimos, fuéramos el país que siempre quisimos
ser.
Una larga cadena de
pequeñas estafas electorales que han ido tuneando nuestra legislación hasta
dejarla como esos vehículos que, ni acercándote, logras saber de que marca son.
Pero, quizás, lo que se debería intentar, si es que alguna vez nos dejamos de
tonterías y salimos a recuperar la calle, esa que ahora es otra vez de los
de siempre, es liquidar de una vez por todas esas dos grandes mentiras del sistema
democrático: la ley D’Hont y las listas cerradas de los partidos políticos. Aquélla
porque solamente beneficia a los partidos mayoritarios y no permite que una
gran parte de los votos lleguen al parlamento y a la acción de gobierno dejando
a gran parte de los votantes sin representación y las listas cerradas porque su
conversión en listas abiertas permitirá al ciudadano votar a los más
capacitados, purgando y expulsando del sistema a los ladrones y a los
estúpidos, verdadera lacra del sistema actual.
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