¡Podría
decirte tantas cosas que no me atrevo! Ahora, cuando los tenues reflejos
solares se cuelan por la ventana e invaden esta habitación repleta de secretos
en esta tibia mañana de otoño, y se acurrucan en tu espalda desnuda como si
quisieran volver a dormirse y soñar con el verano de un tiempo ya tan lejano,
navego por ella con mis dedos intentando no interrumpir tu sueño, contándote al
oído todo mi recuerdo. A veces pienso que con ello violo tu silencio y me
detengo, y sigo observando tu cuerpo con la memoria aún fresca por la homérica
efervescencia apenas terminada. Resultado de un deseo cierto y consciente,
nacencia mínima creciente en el cruce de caminos al que este viaje nos ha
traído, o llevado, porque acaso la dirección no importe, sino solamente el
sentido de la misma. El nuestro.
Mientras
mis dedos siguen dibujando figuras en tu cuerpo, adaptándose a sus formas, a
sus pliegues, a sus secretos, comienzo mil historias que espero no alteren el
sueño que disfrutas. Con voz tenue, como comienzan todas las confesiones, o
todas las declaraciones, te voy contando como he llegado a ti, después de tanto
camino recorrido. Puede ser que carezca de importancia, yo también lo creo,
porque para mí tampoco la tiene, pero recordar otro tiempo no tan feliz con la calidez
de tu figura desnuda al lado de la mía, hace que se abra, quizás por última
vez, sí, por última vez, el grifo de la fuente de la memoria, contabilizando
los fracasos, el fracaso, y vistiéndolos de la patina de la compresión en esta
hora en que, gracias a ti, agito mi mano dándoles su adiós definitivo.
Cubierto
con la máscara del olvido, teñida del rojo de la sangre de unas venas vacías de
una vida que no llevan, mis ojos ciegos aprendieron un camino que no quisieron
variar por temor a perderse en el abismo negro de la nada. La torpeza de un
deseo sitiado por la ausencia, quebró el ánimo y me desposeyó de la aventura.
Tiempo de silencio y oscuridad en la rutinaria plataforma de un cadalso
construido por mi propia incapacidad para escapar de unas cadenas tan pesadas.
En esa celda, que poco a poco se convirtió en una celda húmeda y mugrienta, los
razonamientos se volvieron opacos, carentes, sin la consistencia que un día
tuvieron y por la que nacieron, dando forma a una creencia falsa que a fuerza
de empeño yo convertí en cierta.
Ahora
te revuelves entre las sábanas y te refugias en mi cuerpo que responde ante
nuestra mutua desnudez. Te sigo contando que fui aprendiendo a fuerza de
golpes, como los boxeadores mediocres aprenden a dejar su oficio cuando ya su
destreza ha huido ante tanta derrota. Caídas y recaídas se fueron sucediendo
hasta la cuenta que anticipaba el final. Una derrota que, al fin, por primera
vez, tomaba la forma de triunfo. Abandonar el último combate tan dañino,
quitarse los guantes, bajar del ring y comenzar de nuevo. No amilanarse por el
tiempo ya perdido, nadie tiene la culpa, somos lo que somos, y vivir el resto
de ese tiempo con la densidad que equilibre la vacuidad de lo vivido. Redimirse
ahora que los fantasmas del pasado han salido hacia un viaje sin retorno.
Ahora me abrazan, en este
despertar, todas las respuestas. Como dos fichas de un puzle imaginario se unen
nuestras formas y siento como la temeridad, ¡porque no valentía!, ¿me darás el
beneficio de la duda?, de este nuevo estado de ánimo me sitúa de nuevo ante la
posibilidad de volver a sentir. Como ahora siento tu temperatura caldear la
mía, como ahora siento tu pelo alborotado con el mío, como ahora siento tus
labios como míos. La húmeda templanza de tu hallazgo ahora que te puedo seguir
porque ya no estoy perdido.
Cómo decirlo... delicioso, compañero.
ResponderEliminarGracias, Lucía. Se que compartes este escrito desde la complicidad que da una forma de entender la vida. Un beso.
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