lunes, 19 de agosto de 2013

TRATA DE TRABAJADORES


             ¿Estaría la CEOE, con su presidente Joan Rosell a la cabeza, dispuesta a renunciar a los 6 millones de euros que recibe de los contribuyentes a través del estado, en aras del ahorro que propone para las administraciones públicas y que suponen un tercio de su presupuesto? ¿Por qué si parte de su financiación proviene de las arcas públicas no publica el sueldo de sus dirigentes? En definitiva, ¿por qué una entidad privada, formada por empresarios que propugnan el liberalismo económico más salvaje de los últimos años recibe dinero de los impuestos de los españoles?
            Las declaraciones de Juan Pablo Lázaro Montero de Espinosa, presidente de la Comisión de Responsabilidad Social Empresarial de la CEOE, sobre el particular no tienen desperdicio. Viene a decir este moderno sátrapa empresarial algo así como que no tendría sentido el auditar las cuentas de la organización al tratarse de una entidad privada, dejando bien a las claras el cinismo con el que estos dirigentes se conducen,  cuando se les llena la boca con la ley de transparencia aplicada a las administraciones públicas de las que, precisamente, reciben subvenciones. Esta anomalía, que produce perplejidad en el resto de los ciudadanos, es una característica intrínseca de la teoría del liberalismo económico. Basado en el principio del mercado como regulador automático de sistema económico, tiende a cobijarse cual alimaña de la peor estofa bajo las faldas protectoras del estado en cuanto la situación se descontrola y el flujo de plusvalías decrece en las cuentas bancarias y en los bolsillos de los empresarios. Parece claro que su nivel de conocimientos teóricos, o simplemente caradura, solamente les llega para las épocas de bonanza económica, aquella en la que hasta el más tonto hace bolillos, deviniendo en plegarias a la intervención del estado protector en cuanto se tuercen las cosas, aquellas que ellos han ayudado a torcer con su ansia y su latrocinio.
            Por otra parte, en declaraciones a la emisora Onda Cero, el presidente de la patronal, no contento con la reforma laboral perpetrada por sus marionetas en el gobierno de la nación, aboga por otra reducción de derechos de los trabajadores, reduciendo la estabilidad laboral de los pocos que tienen un contrato indefinido en este país, y nivelarlos con los que tienen un contrato temporal. Parece obviar este Tío Gilito, que la precariedad y falta de garantías de los contratos temporales, junto con la escasez de puestos de trabajo, es la que está haciendo salir de España en busca de mejores horizontes a la mayoría de la masa trabajadora. En definitiva, reducir la relación de trabajador por cuenta ajena en una relación de esclavitud condicionada a los caprichos y veleidades del negrero contratante.
            En esta versión actualizada de la trata de esclavos en la que se está convirtiendo la economía española, el gobierno y la CEOE se convierten en las franquicias que forman la nueva Casa de Esclavos, Isla de Gorée en el eje Moncloa, Génova y Diego de León, en la que pactan el precio a pagar por cada trabajador, sus condiciones de venta a los mercados y el precio por sus despojos al final de su vida (in)útil. El cenit de su pensamiento político y económico: pasar los trabajadores (esclavos) a ser propiedad del empresario (amo) en esta nueva forma de producción. Su identificación: Marca España o Milana Bonita, que para el caso es lo mismo. Vuelta a la España narrada en la película “Los Santos Inocentes”, en su remake para el siglo XXI.
            Mientras tanto, el FMI, el Banco Mundial y la Troika, como modernos “Madre de Deus”, Henrietta Marie, Desire, Adelaide o Creole, surcan los mares embravecidos de la economía de los países en crisis con las bodegas llenas de mano de obra barata, los nuevos esclavos que dejarán constancia del poder de estos nuevos negreros, piratas saqueadores de la condición humana de los trabajadores, cuyos muertos sociales son solamente daños colaterales. En aquel tiempo la justicia no dijo nada, la iglesia no dijo nada…ahora tampoco.

jueves, 8 de agosto de 2013

FERRAGOSTO DECADENTE


           Caen pesadamente los grados inmisericordes a primera hora de esta tarde de domingo vestida con la decadencia propia de estos ferragostos sangrientos y teñida con el amargo sabor de un café a medio tomar. La quietud sofocante empapa de sudor el pensamiento, embotado por la ebriedad resacosa del sol. El silencia lo inunda todo y solamente el canto de algún pájaro suicida se atreve a intimidarlo. A lo lejos, y con el vaivén direccional de la brisa calenturienta que eleva el mercurio, se oyen los ecos apagados de las conversaciones parroquianas de la terraza del único bar que a estas horas permanece abierto.
            De pronto, como una aparición fantasmagórica que me sorprende y eleva mi estupor, aparece una silueta recortada contra los espejismos que se levantan del derretido asfalto de la carretera. La duda se debate en mi enajenado y recalentado cerebro y no consigo discernir si la figura es real o una invención de mi mente. Unos segundos después aparece frente a mí, de forma real, el típico representante del extendido deporte del andar con prisa, desafiando los casi cuarenta grados que a esta hora de la tarde caen de forma asesina. Gorra multicolor con el anagrama de alguna tienda de pinturas a granel, gafas de sol y un bañador por pantalón deportivo. Me asalta la pregunta: ¿por qué a estas horas? Su cara enrojecida, su respiración al borde del colapso, denota que lleva ya algún tiempo con su quehacer, ignorando cualquier recomendación sobre el ejercicio bajo temperaturas extremas. Como en muchas otras cosas, los españoles somos así, pasto de noticias repetidas año tras año.
            La temperatura corporal sigue subiendo y la vista se queda perdida en el horizonte de la nada, mientras el cerebro se pierde en un monólogo de sí mismo, que bien podría ahorrarse: “siempre pensamos que somos más listos, o inteligentes que los demás, aunque el problema es que esto lo pensamos todos con lo cual acabamos siendo todos un grupo irreductible de inteligentes. Por otra parte, aseveramos continuamente de manera categórica, convirtiendo lo que es un pensamiento individual, una creencia particular, en regla general de aplicación a lo que piensan los demás sobre ese mismo asunto, sin darnos cuenta que la pretensión de convertir en generalidad lo que es una mera conjetura unipersonal choca de plano con el nivel de nuestro intelecto, a veces tan escaso. Aunque en algunas oportunidades es un relativo consuelo para nuestra inseguridad.
            Los minutos pasan despacio como si se alargaran para no cansar al tiempo al que pertenecen. Yo también voy despacio, he decidido cambiar mi ubicación, pero me pesa este tiempo excesivo o, quizás, todo el tiempo de este mundo. Aún así, me voy acercando inexorablemente hasta el bar de donde procede un rumor sordo de conversaciones que rompen este silencio vespertino y mortecino a la vez, posiblemente tardecino. Me siento en la terraza al calor, nunca mejor dicho, de las conversaciones cruzadas que se desarrollan ahora a mí alrededor, envolviéndome y arrastrando mis oídos en su atención. Miro el reloj pero todavía queda una hora, larga, triste y solitaria. Intento calcular la velocidad con la que la oblicuidad del sol hará que la sombra bajo la que me he cobijado se torne en quemadura solar. Me quedo observando fijamente dicha línea y casi acierto a ver su avance. Quince minutos, media hora a más tardar, pero antes de partir, está claro que deberé cambiar de sitio, o de terraza.
           Los rayos solares se reflejan en los espejos de los vehículos estacionados en las cercanías y van multiplicando su efecto disparando sus fotones con la discrecionalidad que les da su poder estacional. Los pocos coches que circulan por la calle adyacente pasan en hermética procesión, cerradas a cal y canto las ventanillas, simulando en su interior la confortable sensación de vida de la que carecemos los que estamos a la intemperie, aquellos intentando alcanzar su objetivo, su destino, con la premura exigida por lo extemporáneo de su acción. Yo también comienzo a sudar. La piel se va humedeciendo poco a poco y ya empiezo a notar la terrible sensación del paño de los calzones en las piernas, el terciopelo del chaleco sobre la camisa de lino pegada al torso y a la espalda, el pañuelo en la cabeza, las medias y las calzas…, que dentro de pocas horas me vestirán en amortajado baile tradicional, adheridos a mi piel como si siempre hubieran permanecido allí, vistiéndome. No son horas, pienso, bajo la febril sensación de sofoco.
            Las conversaciones fluyen sin descanso al ritmo arbitrario de las causas que las provocan y del número de intervinientes. En algunos momentos, el tono de las mismas sube de decibelios sin aparente motivo. Siempre me ha intrigado porque los españoles hablamos, en general, tan alto, aunque la conversación sea intrascendente. A esta hora de la tarde, en el silencio ambiental que nos rodea, todavía resulta más extraño. Es como si no pudiéramos remediar este comportamiento, creyendo que a más decibelios mayor razón. Entretanto, no dejo de vigilar la frontera entre el sol y la sombra, que ya está próxima. Sigue subiendo mi temperatura corporal por la acción combinada del calor reinante y su amenazante proximidad. Puede que no sea solamente su avance matemático, resultado de la rotación de la tierra y la disposición del toldo que tengo sobre la cabeza lo que lo provoque, sino la corrección ubicacional que sobre mi persona ejecuta el sol extrañándome siempre al otro lado de dicha frontera, expuesto, vulnerable. Parece querer decirme que ese es mi sitio real, que no tengo derecho a cobijo alguno. O puede que simplemente sea esta modorra que me atenaza la que lleve a mis neuronas a estos razonamientos inconexos, carentes de toda lógica.
            …Ya estoy de vuelta. Otra actuación consumida pero, cuando el número de asistentes es similar al de actuantes, ¿quién actúa realmente para quién? Acaso, sin saberlo, solamente hayamos sido espectadores de cómo pasa la vida en esta tarde de domingo en un pueblo cualquiera, meros figurantes de una doble actuación.
            El silencio se expande a las dos de la mañana y es hora de ir a dormir.