miércoles, 22 de febrero de 2012

CUATRO COLORES: AMARILLO


            ¿Por dónde empezar? Recordar es volver a vivir y yo no sé si quiero hacerlo. Sí, quiero hacerlo. Tengo que continuar el recorrido trazado por este arco iris amputado, aunque me asalte esa nostalgia tan abrumadora que solamente ofrece respuestas que traen más preguntas. Constante de una fórmula magistral que no vislumbra resultado, tendiendo siempre al infinito. No han pasado muchos años, pero ya amarillean en la memoria los recuerdos compartidos. Se agostan como los campos de esta tierra en verano, convirtiéndose en infinito secarral de emociones y sentimientos, a la que, desde los orígenes atávicos de tu pueblo, acudiste siguiendo la estela de un amor incierto. Nunca sabré si fuimos como los protagonistas de “Fuego en el cuerpo” o los protagonistas de “A contrarreloj”. Quizás solamente fuimos secundarios.
            Apareciste en una vida que tenía treinta y tres años ya pasados y en Semana Santa. Cruel coincidencia. En vez de dedicarte a divertirte con el ambiente que esta ciudad acoge durante esas fechas, tomaste para ti el papel de María Magdalena y uniste tu destino al mío, inconsciente de que, en ese momento, aquel encuentro tenía fecha de caducidad, destino de una crucifixión cronológica. Aún así lo hiciste y, como en un plagio de la gran obra del mundo, conseguimos resucitar a tiempo de prolongar nuestra pequeña historia y hacerla continuar a través del horizonte que apenas se vislumbraba. Y volví a sentir sobre mis labios el sabor salobre del mar. Un mar reconocible, por cuanto era el mismo de mis años de juventud, pero con otro paisaje y otra mirada, ya que yo ya no era el mismo.
            Vivimos deprisa. Loca carrera de idas y venidas luchando contra la distancia y tomando decisiones por el camino. Puente aéreo siempre abierto para un inesperado viaje de encuentro. Tiempo de descubrimientos compartidos y enseñanzas mutuas de lo desconocido. Nos fuimos haciendo durante el trayecto, que no deja de ser una forma de crecer juntos, y a cada paso en falso oponíamos la fuerza de la voluntad más férrea, sumandos de dos voluntades empeñadas en hacer valer la decisión tomada. Hicimos desaparecer el escalón físico y mental que existe entre la meseta, esta tierra que quiero pero que me mata, y tu tierra de montañas junto al mar. Fusión de amores que encaran la madurez y aportan conjuntamente aromas y texturas consolidadas al plato de una vida en común.
            Pero de que me puedo extrañar. Después de tanto tiempo en la vía apartadero de la estación del tiempo, llegaste a mí como una legendaria diosa de la mitología escandinava con tu figura rotunda, tus cabellos rubios y tus ojos azules. Sumiendo en el caos mi, hasta entonces, cosmogónica visión cristiana, de valle de lágrimas, en la que en esta tierra central y conservadora, fuimos educados. Torrente de fortaleza y vitalidad inacabable en el que me dejaba llevar con la seguridad de que aunque las aguas fueran turbulentas, siempre estaríamos a flote. Me enseñaste a conocer el mundo, aquel que existe más allá de uno mismo, tanto física como mentalmente, y a no rehuir ningún destino.
            Para nosotros todos los días por venir estaban intactos. Cada mañana nos levantábamos con la intención de descubrir y experimentar algo nuevo. Melodía en rápido allegretto sostenido, que a cada paso iba in crescendo sin darnos cuenta de que la altura podía hacer más amarga la caída. Pero ¿quién podía pensar en eso? Al final nos fuimos convirtiendo en compañeros relacionales participativos, pero escépticos sobre su futuro. Sin darnos cuenta nos fuimos cayendo por las simas del desencuentro agarrados de la mano. Y para mí eso es importante. Hasta el final fuimos compartiendo quehaceres, y en vez de amor, desamor, que es otra forma de amar al contrario. Solamente sé que fui feliz y ahora, en el descenso vertiginoso hacia el ocaso, me siento como Gloria Swanson, en la película de Billy Wilder “El crespúsculo de los dioses”, quien, incapaz de aceptar que sus días de gloria pasaron, sueña con un retorno triunfante a la gran pantalla. Aunque en este caso recordando, no añorando, aquellas películas, llámalo vidas o amores, en las que tuve un papel principal, repasando escenas y diálogos. Sin embargo, la conclusión siempre es la misma: fue la mejor película que entre los dos pudimos representar. Y por supuesto, siempre nos quedará El Iruña.
A I.

2 comentarios:

  1. Estos relatos son tan personales que una no sabe que comentarte. Creo que estos relatos, no tienen peros, ni porqués, ni un yo creo o a mi me parece. Son como una novela que te engancha, en este caso, semana tras semana.
    Espero impaciente el siguiente capítulo. Un beso.
    Noe

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  2. Colores. El tiempo. Y el túnel. El túnel de un tiempo que tuvo muchos colores, casi siempre luminosos, como aquel vestido rojo y la elegante pamela; del gris plomizo y lluvioso del cielo parisino al sol radiante que iluminaba un hotel que reverberaba cada vez que pasaba un tranvía y con el ascensor "guasto" que probablemente seguirá sin funcionar... El túnel se oscureció, apareció pesada la negra espalda del tiempo que, a su vez, dió paso, lenta pero inexorablemente, a otros colores.
    Magnífica descripción de un arco iris. Un abrazo.
    Javier

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