¿Por dónde empezar? Recordar es volver
a vivir y yo no sé si quiero hacerlo. Sí, quiero hacerlo. Tengo que continuar
el recorrido trazado por este arco iris amputado, aunque me asalte esa
nostalgia tan abrumadora que solamente ofrece respuestas que traen más
preguntas. Constante de una fórmula magistral que no vislumbra resultado,
tendiendo siempre al infinito. No han pasado muchos años, pero ya amarillean en
la memoria los recuerdos compartidos. Se agostan como los campos de esta tierra
en verano, convirtiéndose en infinito secarral de emociones y sentimientos, a
la que, desde los orígenes atávicos de tu pueblo, acudiste siguiendo la estela
de un amor incierto. Nunca sabré si fuimos como los protagonistas de “Fuego en
el cuerpo” o los protagonistas de “A contrarreloj”. Quizás solamente fuimos
secundarios.
Apareciste
en una vida que tenía treinta y tres años ya pasados y en Semana Santa. Cruel
coincidencia. En vez de dedicarte a divertirte con el ambiente que esta ciudad
acoge durante esas fechas, tomaste para ti el papel de María Magdalena y uniste
tu destino al mío, inconsciente de que, en ese momento, aquel encuentro tenía
fecha de caducidad, destino de una crucifixión cronológica. Aún así lo hiciste
y, como en un plagio de la gran obra del mundo, conseguimos resucitar a tiempo
de prolongar nuestra pequeña historia y hacerla continuar a través del
horizonte que apenas se vislumbraba. Y volví a sentir sobre mis labios el sabor
salobre del mar. Un mar reconocible, por cuanto era el mismo de mis años de
juventud, pero con otro paisaje y otra mirada, ya que yo ya no era el mismo.
Vivimos
deprisa. Loca carrera de idas y venidas luchando contra la distancia y tomando
decisiones por el camino. Puente aéreo siempre abierto para un inesperado viaje
de encuentro. Tiempo de descubrimientos compartidos y enseñanzas mutuas de lo
desconocido. Nos fuimos haciendo durante el trayecto, que no deja de ser una
forma de crecer juntos, y a cada paso en falso oponíamos la fuerza de la
voluntad más férrea, sumandos de dos voluntades empeñadas en hacer valer la
decisión tomada. Hicimos desaparecer el escalón físico y mental que existe
entre la meseta, esta tierra que quiero pero que me mata, y tu tierra de
montañas junto al mar. Fusión de amores que encaran la madurez y aportan
conjuntamente aromas y texturas consolidadas al plato de una vida en común.
Pero
de que me puedo extrañar. Después de tanto tiempo en la vía apartadero de la
estación del tiempo, llegaste a mí como una legendaria diosa de la mitología
escandinava con tu figura rotunda, tus cabellos rubios y tus ojos azules.
Sumiendo en el caos mi, hasta entonces, cosmogónica visión cristiana, de valle
de lágrimas, en la que en esta tierra central y conservadora, fuimos educados.
Torrente de fortaleza y vitalidad inacabable en el que me dejaba llevar con la
seguridad de que aunque las aguas fueran turbulentas, siempre estaríamos a
flote. Me enseñaste a conocer el mundo, aquel que existe más allá de uno mismo,
tanto física como mentalmente, y a no rehuir ningún destino.
Para
nosotros todos los días por venir estaban intactos. Cada mañana nos
levantábamos con la intención de descubrir y experimentar algo nuevo. Melodía
en rápido allegretto sostenido, que a cada paso iba in crescendo sin darnos
cuenta de que la altura podía hacer más amarga la caída. Pero ¿quién podía
pensar en eso? Al final nos fuimos convirtiendo en compañeros relacionales
participativos, pero escépticos sobre su futuro. Sin darnos cuenta nos fuimos
cayendo por las simas del desencuentro agarrados de la mano. Y para mí eso es
importante. Hasta el final fuimos compartiendo quehaceres, y en vez de amor,
desamor, que es otra forma de amar al contrario. Solamente sé que fui feliz y
ahora, en el descenso vertiginoso hacia el ocaso, me siento como Gloria
Swanson, en la película de Billy Wilder “El crespúsculo de los dioses”, quien,
incapaz de aceptar que sus días de gloria pasaron, sueña con un retorno
triunfante a la gran pantalla. Aunque en este caso recordando, no añorando,
aquellas películas, llámalo vidas o amores, en las que tuve un papel principal,
repasando escenas y diálogos. Sin embargo, la conclusión siempre es la misma:
fue la mejor película que entre los dos pudimos representar. Y por supuesto,
siempre nos quedará El Iruña.
A I.
Estos relatos son tan personales que una no sabe que comentarte. Creo que estos relatos, no tienen peros, ni porqués, ni un yo creo o a mi me parece. Son como una novela que te engancha, en este caso, semana tras semana.
ResponderEliminarEspero impaciente el siguiente capítulo. Un beso.
Noe
Colores. El tiempo. Y el túnel. El túnel de un tiempo que tuvo muchos colores, casi siempre luminosos, como aquel vestido rojo y la elegante pamela; del gris plomizo y lluvioso del cielo parisino al sol radiante que iluminaba un hotel que reverberaba cada vez que pasaba un tranvía y con el ascensor "guasto" que probablemente seguirá sin funcionar... El túnel se oscureció, apareció pesada la negra espalda del tiempo que, a su vez, dió paso, lenta pero inexorablemente, a otros colores.
ResponderEliminarMagnífica descripción de un arco iris. Un abrazo.
Javier